domingo, 22 de abril de 2007

Kurt Vonnegut Jr. 1982-2007.

Cualquiera que sepa a quién me refiero, encontrará que las fechas que siguen al nombre de este autor son, por decir lo menos, curiosas. Y habrá acertado, pues, aunque escribo esto cuando han pasado menos de quince días de su fallecimiento, Vonnegut nació en 1922.
Si, por el contrario, el potencial lector de estas líneas desconoce al personaje que las inspira, es posible que aún pueda resultarle interesante conocer algo sobre él.
Si ninguna de las dos opciones anteriores es correcta, y este intento de homenaje no parece interesarle, éste es el momento de cambiar de lectura. Muchas gracias por su atención.


«Schreiben ist geschäftiger Müssiggang»
(escribir es un ocio muy trabajoso). -Goethe.

Conocí a Kurt Vonnegut, Jr., a través de un buen amigo. En 1982, Miguel me prestó su ejemplar en inglés de «La Cruzada de los Niños», mejor conocida como «Matadero Cinco», novela que lo hizo subir al estrellato, y que había publicado diez años antes de yo conocerla.
¿Diez años muy tarde? No. Creo que, gracias a Miguel, la novela llegó a mis manos justo a tiempo. Descubrí entonces la que me pareció, y me parece aún, una manera ingeniosa, por decir lo menos, de escribir. Novedosa, quizá; drástica, sin duda. (Rompo aqui una de las recomendaciones de Vonnegut, el autor, para los futuros autores en su lengua inglesa, aquella en que los insta a nunca usar el punto y coma, recurso de puntuación que le parece que sirve únicamente para intentar demostrar erudición, pero que probablemente no sirva ni siquiera para sugerir competencia con las normas gramaticales. Pero Vonnegut escribía en inglés, y en inglés el punto y coma puede ser sólo eso. Por supuesto, Vonnegut también rompió su propia regla, por lo menos en una ocasión.)
En «Matadero Cinco», Vonnegut usa una experiencia personal para armar una historia de tinte pacifista, pero mucho más profunda que una superficial posición antiguerrerista. Por una coincidencia extraordinaria, mientras servía como soldado aliado contra Alemania, fue capturado junto con su equipo y hecho prisionero. Su celda fue precisamente un matadero subterráneo, el número cinco (Schlachthof-Fünf ), ubicado en la ciudad de Dresde, Alemania. En una de esas muestras de locura de las que suele ser capaz la humanidad, se produjo el bombardeo de Dresde, una joya arquitectónica y cultural que intencionalmente había sido mantenida al margen de los centros industriales, arsenales y tropas alemanas, para que nunca fuera considerada como un objetivo militar. El resultado, unos ciento treinta y cinco mil muertes, la inmensa mayoría civiles. Muertes que no tuvieron propósito alguno: no se liberó un prisionero de guerra luego del bombardeo, el ejército aliado no avanzó ni un centímetro luego de esa acción militar. Vonnegut sugirió que el único beneficiario de ese bombardeo había sido él mismo: además de haber sido condecorado con el Corazón Púrpura, las ganancias por «Matadero Cinco» podían equipararse aproximadamente a 5 dólares por cadáver. Las muertes civiles de Dresde superaron por muchos miles a las de bombardeos masivos como el de Hiroshima y Nagasaki. A partir de entonces, puede pensarse que los bombardeos más recientes pueden tener el mismo objetivo: ninguno, o uno que no parezca justificable.
Los sobrevivientes de la masacre de Dresde, entre los que estaba Vonnegut, tuvieron que ayudar a remover y enterrar los cuerpos que encontraron en las calles, en sus casas o en sus refugios fallidos. Al pasar los días, resultaba más eficiente incinerar los muertos o calcinarlos con lanzallamas, incluso en los sitios donde eran hallados. Según Vonnegut, toda gran ciudad, más que un tesoro nacional, representa un tesoro del mundo, así que la destrucción de cualquiera de ellas es una verdadera catástrofe planetaria. Esta historia de Kurt Vonnegut está ligada a una época en la cual, según sus palabras, todas las clases sociales compartían sacrificios y se arriesgaban en favor de la idea de la igualdad. Por ello, estaban convencidos de que no sólo era un deber, sino un honor matar o morir en tiempos de guerra. A «Matadero Cinco» le puso un segundo título, «La Cruzada de los Niños», haciendo referencia a los jóvenes que sirvieron de carne de cañón en la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, como él mismo reflexionaría años más tarde, quizá en alguna conversación con su colega Heinrich Böll, el promedio de edad de los cadáveres combatientes en esa guerra fue de 26 años. Los cuerpos de los soldados norteamericanos muertos en Vietnam promediaban los 20 años de edad, comparativamente, una verdadera cruzada infantil. Qué bueno sería que las nuevas generaciones leyeran a Vonnegut. Sus historias sobre la autodestrucción humana siguen vigentes.
Leyendo a Vonnegut, se intuye que disfrutaba de la buena música (o que la música, en general, le parecía buena) y que le gustaba el arte. De hecho, Vonnegut cuenta que se inspiró en un reportaje que le fue comisionado sobre Jackson Pollock, para escribir su novela «Barba Azul». En su último libro, Vonnegut sugiere para su propio epitafio: «La única prueba que necesitó para la existencia de Dios fue la música.»
Su agudo sentido del humor es dominado por el tono sarcástico de su voz literaria. «Matadero Cinco» fue prohibida en varias instituciones educativas, pero fue de hecho alimento para una hoguera, por órdenes de Charles Mc Carthy, director de una escuela de Drake, en el estado de Dakota del Norte, Estados Unidos.
Un año después de conocer «Matadero Cinco», Miguel me obsequió «Desayuno de Campeones». Cualquiera que haya disfrutado de la idea de un personaje del cine que se sale de la pantalla, como fue bellamente lograda por el también genial Woody Allen en su «Rosa Púrpura del Cairo», debería disfrutar de esta novela llena de reflexiones sobre la vida, en la que uno de los personajes de un escritor escapa de su obra y termina por reclamarle a su autor el don de la juventud. En varios de mis libros de este autor, hay una advertencia para el lector, que dice, poco más o menos: «Asegúrese de tener una buena reserva de las novelas de Kurt Vonnegut, Jr. Como estarán de acuerdo todos los que conocen sus obras, Vonnegut es definitivamente enviciador.» Doy fe de este vicio llamado Vonnegut. Ni qué decir de sus cuentos y ensayos.
Como era de esperarse, Kurt Vonnegut (quien, por supuesto, nunca se enteró de mi existencia) encontró otro adepto en mí. Aún cuando yo todavía no sospechaba que compartía con él gustos triviales, como el de considerar al edificio Chrysler de la ciudad de Nueva York, esa aguja de acero que hiende el cielo de la gran metrópolis, como mi edificio favorito. O que teníamos otras coincidencias sorprendentes, como tener un hermano llamado Bernardo, o disfrutar de la fotografía. O tener una visión que, además de ser binocular, es agnóstica. En fin.
Gozar de sus juegos de palabras se da por sentado. Llamar «Jack the Dripper» (Jack el Desparramador) a Jackson Pollock es algo más que sorprendente. Inventar extraterrestres benévolos que sólo se comunican mediante pasos de tap-dance y pedos es más que un juego. Crear religiones cuyos líderes desdicen de su creador no es simplemente una burla. Ceder la autoría de sus relatos a sus propios personajes resulta, por lo menos, ingenioso. Considerar a la antropología como «una rama de la poesía», es sencillamente magistral.
Kurt Vonnegut opinaba que no se podía ser un buen escritor de narrativa seria si no se estaba deprimido. Vonnegut sabía que usualmente andaba pensando en la maldad humana, aunque se consideraba una persona que, en general, y por principio, creía en la bondad, idea que resumía su definición del humanismo.
Mi colección personal creció con su opera prima, «La Pianola»; sus obras ficticias, que él mismo atribuyó a su personaje Kilgore Trout; la novela que escribió su hijo luego de su propia experiencia con la esquizofrenia (al parecer, un desorden maníaco-depresivo mal diagnosticado).
Su descripción del hielo-9, una sustancia química capaz de congelar el agua de todo el planeta, nos presenta una visión apocalíptica del mundo. Es precisamente en «Cuna de Gato», otra novela premonitoria acerca de las grandes malas ideas de la humanidad, que termina destruyendo su propio planeta, donde se explora la condición humana desde una perspectiva humanista. El inventor de esa sustancia terrible, el hielo 9, que puede representar la analogía con el poder destructivo de la energía atómica, era el profesor Hoennikker. Alguna vez, leyendo sobre los descubrimientos de la física, me enteré que la materia no sólo tenía las conocidas formas de sólido, líquido, gas y plasma, sino que, a partir de los experimentos de Einstein y Bose, había un quinto estado llamado hielo cuántico; no tuve más remedio que pensar en el hielo-9. Como muchos genios, Hoennikker era asaltado por dudas que podían parecer irrelevantes. Por ejemplo, si los cuellos de las tortugas se doblaban o se telescopaban al esconderse en sus caparazones.
En otra inspiradora coincidencia, pude responder, por lo menos parcialmente, a esa duda. Una noche, durante mi formación como radiólogo, tuve la oportunidad de examinar algunos especímenes de la Podocnemis expansa, que, según la amiga bióloga que me las presentó, era la tortuga de agua dulce más grande del planeta. Inicialmente tomamos radiografías de unas pequeñas crías de estos reptiles, provenientes de la orinoquia colombiana, con la intención de poder estudiar con rayos X algún espécimen adulto, para determinar si era posible detectar los huevos en su interior, algo así como una prueba de embarazo para tortugas (o para biólogas y radiólogos).
A mi amiga, la bióloga, nunca la volví a ver. ¿Acaso regresó del Orinoco? De esta anécdota, que prefiero pensar que le habría causado gracia a Vonnegut, conservo aún el recuerdo imborrable de la columna cervical formando una S para ocultar la cabeza de su dueña, una pequeña Podocnemis que había sido víctima de un intento de cacería, como pudimos diagnosticar al descubrir un anzuelo en su garganta. El profesor Félix Hoennikker habría quedado satisfecho, con una prueba tan definitiva como una radiografía de una tortuga con su cabeza retraída dentro de su caparazón. Como nota al margen, con esas radiografías también aprendí que las tortugas tienen tres pares de clavículas.
«Abracadabra» fue una historia a pedazos, escrita en trozos de papel por otro autor ficticio, un convicto cuyas ideas fueron recopiladas para formar «Hocus Pocus», un recurso literario que más tarde sería usado por Héctor Abad Faciolince en su «Basura».
En «Domingo de Ramos», además de tratar temas autobiográficos diversos, Vonnegut hace una evaluación de sus obras publicadas hasta ese momento. Cualquiera que desee conocer a Vonnegut debería comenzar por las novelas que él mismo considera entre sus favoritas, además de las ya mencionadas: «Dios lo Bendiga, Señor Rosewater», «Las Sirenas de Titán», «Madre Noche» y «Jailbird», título que, según Vonnegut supo, había representado dificultades para sus traductores, pues no es fácil encontrar en idiomas diferentes al inglés una palabra que haga referencia a una persona que ha sido encarcelada varias veces. Más que un preso, se refiere a alguien que ha permanecido tras las rejas la mayor parte de su vida.
Su última novela fue «Timequake». Publicada en 1997, narra lo sucedido en el futuro: el 13 de febrero de 2001, el Universo sufre una crisis de auto confianza. ¿Debería seguir expandiéndose? ¿Con qué objeto? Un movimiento telúrico excepcional, que produce una especie de sismo temporal, un «terremoto de tiempo» que lleva a una regresión de diez años. Como sólo podría habérsele ocurrido a Vonnegut, la humanidad entera quedó condenada a vivir de nuevo cada instante de la última decada, pero sin la posibilidad de cambiar nada, es decir, reviviendo cada decisión, cometiendo los mismos errores, en lo que Vonnegut describe como una carrera de obstáculos de su propia invención. Es posible que Vonnegut haya escrito «Timequake» como reacción a la muerte de su hermano mayor, un científico fallecido unos días antes del 25 de abril de 1997, casi exactamente diez años de su propia muerte. El que el sismo temporal que él inventa sea de una década puede ser otra coincidencia sorprendente (y otra coincidencia sorprendente: uno de mis hermanos mayores cumple años el 25 de abril).
Pero, sin lugar a dudas, la obra de Vonnegut que más me impactó fue «Galápagos». En ella, el hijo de su personaje Kilgore Trout muere decapitado en el astillero en el que trabajaba durante la construcción del barco «Bahía de Darwin». (Yo he dicho que los radiólogos somos «voyeuristas de oficio».) En una muestra de «voyeurismo» insaciable, Trout decide no avanzar hacia el túnel azul que lleva a la otra vida, y escoje permancer como observador de la especie humana durante un millón de años. «Galápagos» es la narración de la evolución a partir del último viaje del «Bahía de Darwin», cuyo fantasma describe los eventos que llevan a la destrucción de la especie humana, y su transformación final en una especie de cerebros mucho más pequeños, una especie mucho más primordial y alegre que los humanos de 1986, los de un millón de años atrás.
El pasado viernes 13 de abril, recibí de Miguel la noticia de la muerte de Kurt Vonnegut. Una muerte que quizá a él mismo le habría causado gracia: rodó por las escaleras de su casa, y falleció como consecuencia de sus lesiones. Como radiólogo, imagino contusiones y hematomas. También imagino que Miguel, como neurólogo, habrá pensado igual. Qué oportuno, Miguel. Sé que nunca podré olvidar a ese autor ni al amigo que me lo presentó.
En su último libro, «Un hombre sin país», Vonnegut cierra con un «Requiem»:
El crucificado planeta Tierra
si encontrara una voz
y el sentido de la ironía
perfectamente diría
de nuestro permanente abuso
«Perdónalos Padre,
Pues no saben lo que hacen.»

La ironía sería
que supiéramos
lo que hacíamos.

Cuando el último ser viviente
haya muerto por nuestra cuenta
qué poético sería
si La Tierra pudiera decir
en una voz que flotara
quizá
desde el fondo
del Gran Cañón
«Está hecho.»
A la gente no le gustaba esto.

Para terminar, yo tendría que cerrar con algo que para Vonnegut sería el mejor chiste: «Kurt debe estar ahora arriba en el cielo».
(Y si llegué a conocerlo a través de sus escritos, me permito imaginar que estaría riendo. Y que habría elegido no caminar por el túnel, sino observarnos durante el siguiente millón de años. Hasta luego, Sr. Vonnegut. Amén.)

lunes, 16 de abril de 2007

¿Qué hay en un nombre?

Esta entrega de El poder de la palabra trató el tema del nombre de la especialidad médica a la cual me dedico.

Boletin Imágenes, Asociación Colombiana de Radiología 2003; 9(2):10. www.ACRonline.org

Tengo la certeza de que «soldado avisado» también muere en guerra, y no se salva, al contrario de lo que afirma el conocido refrán. Así, como lo anuncié en una columna previa, voy a explayarme acerca del nombre de nuestra especialidad. La reciente editorial de la Revista Colombiana de Radiología sobre el término imagenología (1) frente a imaginología, me ofrece la excusa perfecta para ocupar mi tiempo —y el de mis lectores— en una disertación sobre una palabra que intenta definir lo que escogimos como forma de vida. ¿Qué más podía pedir?
Estoy plenamente convencido de que un idioma crece como resultado de la evolución misma de las civilizaciones. Sin embargo, hay normas y reglas que evitan que esta evolución sea anárquica y que se adopten términos que lleven a la pérdida de la identidad de las comunidades que utilizan o pretenden utilizar un mismo lenguaje. Por ello estoy de acuerdo en que resulta exagerado afirmar que no existen aquellos términos que no aparecen en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española (2). De hecho, aunque sea el que representa la oficialidad, está claro que no es ése el único diccionario disponible. Algunos eruditos han hecho esfuerzos enormes por recopilar, en tomos independientes, y agrupadas por características comunes, las palabras que usamos en el español, desde los regionalismos (3) hasta los tecnicismos (4,5), pasando incluso por lo maligno (6). Justo antes de enviar al Boletín esta columna en su versión final, me recomendaron un divertido diccionario acerca del mal uso del español (7), cuya referencia incluyo para deleitar la mente.
El idioma ha evolucionado a tal punto que hay casi tantos diccionarios como áreas del conocimiento, e incluso se consiguen textos dedicados a aspectos tan cotidianos en el idioma como la ofensa verbal (8). El interés por la terminología no es un fenómeno nuevo en el idioma español: la «Sinonima delos nombres delas medeçinas griegos e latynos e aravigos », obra anónima del siglo XIV, es el primer ejemplo del esfuerzo de algunos eruditos por recopilar términos técnicos en diccionarios, glosarios y enciclopedias, para remplazar en nuestro idioma la nomenclatura en latín, o los términos latinizados de origen árabe o griego (9). Siempre que una palabra haya nacido conforme a las reglas y sirva para expresar un concepto para el cual no exista otro término, tendremos que aceptar que su uso es válido (2). Pero cuando existan términos aceptados por la academia, o normas que estipulen la manera de transformar las palabras desde sus étimos, debemos propender por el uso del español correcto.
Para hacer una prueba del uso de los términos en conflicto, acudí a tres motores de búsqueda en la «Tela Totius Terrae», nombre en latín para «World Wide Web»(10), con resultados interesantes: en Google, imagenología arrojó 5700 entradas (93 %), contra 386 para imaginología (7 %); en Altavista, imagenología apareció en 3243 entradas (94 %), mientras que imaginología lo hizo en 215 (6 %); en Vivísimo, imagenología tuvo 5220 entradas (93 %), e imaginología, 384 (7 %).
En promedio, imagenología aparece en estos tres motores de búsqueda 4631 veces (93 %), con una desviación estándar de 1013,63, mientras que el término oficialmente aceptado por la RAE, imaginología, lo hace sólo 324 veces (7 %), con una desviación estándar de 94,56. No parece necesario hacer estos cálculos estadísticos ni otros más complejos para dictaminar que la diferencia es significativa, a favor del término «incorrecto». Los dos términos han sido motivo de controversia y de posiciones extremas.En un grupo internacional de traductores profesionales de biomedicina, algunos han llegado a sugerir que ninguna de las dos opciones es válida, por cuanto combina étimos del latín y el griego(sic): «Ninguna de las dos formas es correcta. Nombres de especialidades formados con el sufijo griego -logía, exigen el uso de una raíz griega, nunca española ni latina. ¿Iconología?» (11). Sin embargo, no aceptar los híbridos grecolatinos en la terminología médica eliminaría de un tajo a cientos de términos técnicos.
Por otra parte, el uso no es el único criterio válido para aceptar un término. Si así fuera, tendríamos que aceptar como correctas las formas «líbido» (12) y «éstasis», simplemente porque muchas personas cometen el grave error de acentuarlas como esdrújulas, en vez de hacerlo como corresponde, es decir, con acento grave (que no es lo mismo que con grave acento): libido y estasis. Al surgir la especialidad de la radiología hubo cierta controversia alrededor del nombre con el que se conocería. En su primera presentación pública ante la comunidad científica, Wilhelm Conrad Röntgen sugirió el término «rayos X» para designar su descubrimiento. En esa misma reunión, el anatomista Albert von Kölliker propuso darles a estos rayos el nombre de su descubridor, recomendación aplaudida en forma entusiasta por los asistentes a la reunión de la Sociedad Físico-Médica de Wurzburgo, el 23 de enero de 1896 (13).
Usando sufijos griegos como «grama» (γραμμα, mensaje escrito) o «grafos» (γραφος, escribir), el ortopedista alemán Carl Thiem propuso el término Röntgographie. Arthur Goodspeed, profesor de física de la Universidad de Pensilvania, acuñó el término «radiografía» para las imágenes obtenidas mediante este método (13). El término ha sobrevivido al paso del tiempo, hasta convertirse, por el uso erróneo, en sinónimo del fenómeno físico con el que se producen las imágenes. Por lo tanto, cuando nos referimos al uso de rayos X para producir una imagen del tórax, no es correcto decir «rayos X del tórax», sino «radiografía del tórax». El término «radiología» se atribuye al padre de la especialidad en Francia, Antoine Béclère. El prefijo «radio» se aprovechó para la descripción del descubrimiento de los esposos Curie, la «activité radiante» o «radio-activité». Agregando el sufijo «grafía» surgieron varios nombres para describir la especialidad, en los que se combinan prefijos del mismo origen griego, como «skia» (σκια, sombra) «pykno» (πικνω, denso), «aktino» (ακτινω, rayo), «día» (δια, a través, penetrante), «skoto» (σκοτω, oscuro, tinieblas) y «krypto» (κριτω, oculto) (13).
A Tomás Edison le debemos el término «fluoroscopia», con el que describió el aparato que se basaba en el fenómeno de fluorescencia para la observación con rayos X. Pero el más original de los términos utilizados es un ejemplo de la literatura no médica, cuando en una edición de 1897 del periódico «London Globe» se denominó a la radiología como «El nuevo Ituriel». Esta descripción hacía referencia a un personaje del cuarto libro del «Paraíso perdido» de John Milton (1608-1674): el diablo, disfrazado de sapo, pretendía seducir a Eva durante el sueño. El ángel Ituriel, que había sido enviado para proteger a los dos mortales, descubrió esta treta y con su espada tocó al sapo que se encontraba hablando al oído de Eva. Inmediatamente, el sapo se reveló en su verdadera naturaleza, como Satanás. La analogía entre los rayos X y el ángel Ituriel resulta poética: ambos representaban la fuerza que «revela la verdadera naturaleza de las cosas»(13).
Entonces, ¿imaginología o imagenología? Lo cierto es que de los dos, el único término que hasta el momento de escribir estas letras ha sido oficialmente aceptado (14) es el que lleva la i, imaginología. Desde el Departamento de Filología Clásica e Indoeuropeo de la Universidad de Salamanca (15),me explicaron que la norma etimológica dice que las palabras latinas llegan al español desde su forma en acusativo. Para reconstruir todos los casos del latín al español, los diccionarios indican para los sustantivos las formas de nominativo y genitivo, como en «imago, imaginis». En algunas condiciones, la letra i breve evoluciona al español en la letra e, de donde se explica el paso del mismo étimo a «imagen, imaginología». Esto puede significar que al atribuirles a los dos términos el mismo origen, se esté desconociendo la norma evolutiva que transforma las palabras desde el latín al español. ¿Y por qué tenemos que acuñar un término que aclare que la especialidad abarca diferentes imágenes médicas, no sólo las producidas con rayos X? Me atrevo a pensar que es el resultado de la necesidad de traducir el término inglés «imaging». ¿Otra cesión a la dominación anglosajona?
Se ha estimado que la población crítica de usuarios que se requiere para poner en peligro de extinción a una lengua es de 100.000 personas (16). Claramente, el español está lejos de ese destino. Pero eso no significa que no resulten dañinos los ataques lesivos que a diario sufre nuestro idioma cada vez que pretendemos relajar las normas que lo rigen y que lo mantienen vivo.¿Era realmente necesario un mandato de la Sala Plena de la Corte Constitucional de Colombia para declarar exequible la expresión «e imágenes diagnósticas» al definir la radiología (17)?
Por eso insisto en que yo no soy imagenólogo, ni quiero que me llamen imaginólogo. Prefiero ser reconocido como radiólogo, aceptando lo que en el fondo eso pueda significar: que soy voyeurista de oficio.
Bibliografía
1.Bermúdez, S.: ¿De la imagen a la imagenología?... ¿O a la imaginología? Revista Col de Radiología 2002; 13(3): 1172-1173.

2.Hernández, A.: ¡Esa palabra no existe! [consulta: 07.17.2003].

3.Montes, J.J.: Estudios sobre el español de Colombia. Publicaciones del Instituto Caro y Cuervo LXXIII, Bogotá, 1985.

4. Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales: Diccionario esencial de las ciencias. Espasa Calpe, S.A., Madrid, 2001.

5.Collazo, J.L.: Diccionario enciclopédico de términos técnicos inglés-español, español-inglés. Mc Graw-Hill, México,2001.

6.Bierce, A.: Diccionario del Diablo. Edimat Libros, S.A., Madrid, 1998.

7.Castro, X.: Diccionario de burradas.< http://xcastro.com/portera.html > [consulta: 07.27.2003]

8.Luque, J.D., Palies, A., Manjón, F.J.: Diccionario del Insulto. Ediciones Península, Barcelona, 2000.

9.Gutiérrez, B.M.: Evolución del lenguaje científico a través de los diccionarios: el caso de la medicina. Panace@ 2000: ; 1(2): 27-37. [consulta:17.06.2003]

10.García, I.: Lingva latina in interrete trivmphat (El latín triunfa en internet). [consulta:01.06.2003].

11.Medtradiario. . [Consulta 07.17.2003].

12.Noguerol, M.: Comunicación personal, a través del Foro de Traductores Profesionales de Biomedicina. [Consulta 07.04.2003].

13.Eisenberg, R.L.: Radiology: An Illustrated History. Mosby Year Book, St. Louis, 1992.

14.Departamento de español al día. Real Academia Española. [Consulta mayo 2003.]

15.Cortés, F.: (Departamento de Filología Clásica e Indoeuropeo, Universidad de Salamanca) Comunicación personal. [Consulta 07.17.2003].

16.Asociación Colombiana de Radiología: Sentencia C-038/03. Boletín Imágenes 2003; 9(1):6-8.

17.Bernárdez, E.: ¿Qué son las lenguas? Alianza Editorial, S.A. Madrid, 1999.

domingo, 8 de abril de 2007

Éste(a), este(a) , ese(a), ése(a)

Cuando son adjetivos, no llevan tilde, cuando son pronombres pueden ser tildados, especialmente si pueden causar confusión. Son adjetivos cuando acompañan a un sustantivo.
Ejemplos de adjetivo (con sustantivo):
Este catéter.
Esta aguja.
Esta guía.
Esa radiografía.
Este examen.

En todos esos casos, preceden a un sustantivo: son adjetivos. Se puede pensar que nos están mostrando el objeto (o la persona a la que se hace referencia: Este catéter que le estoy mostrando, este catéter que tengo en la mano, esta señora que está parada junto a mí.

Si se eliminan los sustantivos, se convierten en pronombres. El sustantivo desaparece, ya no nos están mostrando nada ni nadie.
Éste me parece mejor (un catéter, por ejemplo).
A través de éste (un introductor vascular, por ejemplo).

Desde 1952, la Real Academia Española dijo que la norma no era obligatoria, excepto cuando puede haber confusión:
Este paciente con este catéter y este introductor solamente.

Este paciente: adjetivo (este) antes de sustantivo (paciente): no lleva tilde.
este catéter: adjetivo (este) antes de sustantivo (catéter): no lleva tilde.
este introductor: posible confusión:
¿este introductor que tengo aquí en mi mano es el que vamos a usar en el único paciente del que estamos hablando? Entonces, no lleva tilde.

¿Vamos a atender a dos pacientes? Uno, que usted me señala con un dedo (este paciente) con este catéter que me está mostrando en su mano derecha, y un segundo paciente, que me señala después, al que solamente vamos a ponerle un introductor vascular? En ese caso, el segundo lleva tilde:
Este paciente con este catéter y éste (pronombre que remplaza al sustantivo, otro paciente) con introductor solamente.

No es tan fácil como que las palabras graves terminadas en vocal, n o s no llevan tilde, de ser así, por supuesto que esta palabra (este, ese) no llevaría tilde nunca.

Para evitar confusiones, podría haber dicho: Don Carlos (este paciente) con el catéter azul, Don Pedro (éste) con el introductor solamente.
Este que está acá atrás no necesita tildes, pues no genera confusión, excepto si se dice muy rápido o se pronuncia con el típico acento costeño del caribe colombiano, en cuyo caso las tildes tampoco ayudarían:

Etequetacatrá

De implantes, prótesis, espirales y otros enredos

Otra opinión sobre el uso y abuso de términos técnicos especializados, con algunas implicaciones prácticas para los pacientes y su relación con quienes pagan por sus servicios. Próximamente aparecerá publicada como editorial de la Revista Colombiana de Radiología, órgano oficial de la Asociación Colombiana de Radiología.

Como radiólogo intervencionista, en varias oportunidades he sido consultado acerca de casos clínicos en los cuales he tenido que intervenir a un paciente y he dejado en su organismo diversos tipos de materiales, como parte de un tratamiento dado. El uso de los términos que describen los materiales que utilizamos a diario en radiología intervencionista puede causar controversia, especialmente cuando se presentan querellas relacionadas con el cubrimiento de dichos materiales por parte de terceros pagadores, como lo son algunas empresas aseguradoras y las empresas promotoras de salud (EPS), así como el Plan Obligatorio de Salud (POS).
Resulta una feliz coincidencia el que la retórica, la semántica y el uso adecuado de la terminología médica, sean áreas del conocimiento que me interesan especialmente, como pueden dar fe mis escritos al respecto, el hecho de haber estado involucrado en labores editoriales desde hace varios años, y el pertenecer a un foro internacional de traductores médicos.
A pesar de mis intereses en estos temas, sé que yo mismo he cometido errores terminológicos o semánticos que pueden haber llevado a confusión a la hora de elaborar informes u otros escritos acerca de la atención de mis pacientes. También soy consciente de que algunos de los puntos que aquí expongo han sido tratados en mis columnas previas; justifico mi reiteración de estos conceptos con base en que estas explicaciones pueden servir para ayudar a resolver conflictos relacionados con el cubrimiento o pago de dichos materiales por diferentes EPS. Si mis opiniones semánticas pueden servir de referencia para agilizar los trámites administrativos que se han vuelto habituales en nuestra práctica, y que con frecuencia obstaculizan la atención oportuna de nuestros pacientes, me daré por bien servido.
Los términos stent, prótesis, endoprótesis e implante son sólo algunos ejemplos que pueden prestarse a discusión. La definición de prótesis puede implicar el remplazo de un órgano, lo cual no es exactamente el caso de las mallas o «endoprótesis». Vale la pena recalcar que la palabra «prótesis» viene del griego, significa «adición», y, en el lenguaje médico, se ha asociado no sólo con la sustitución de la estructura sino de la función. El que no siempre se logren ambos objetivos no parece relevante para su definición.
Desde hace varios años he sugerido a mis alumnos y colegas el evitar el uso del término en inglés stent, adoptado por muchos con el argumento de que se trata de un nombre propio. La historia de la medicina es otra de mis áreas de interés, lo que equivale a aceptar que, en la mayoría de los casos, estaré por principio de acuerdo en rendirle homenaje a los personajes que forjaron nuestra profesión. Sin embargo, es tan grande la distancia entre el invento odontológico del Dr. Charles Stent y los elementos que se implantan para corregir la función de las estructruras en las que se depositan, que considero preferible nombrarlos con un vocablo en español, como seguramente estarán de acuerdo muchos académicos con mayor experiencia que yo en cuestiones lingüísticas.
La discusión apenas comienza: para algunos, la función de recuperación de la permeabilidad que ofrecen las «endoprótesis» puede perfectamente asimilarse a la definición general de prótesis; para otros, un término que puede abarcar el mismo concepto, pero que también ha sido controversial, es «implante». De hecho, hay quienes alegan que el término «implante» lleva a la asociación con elementos de uso estético. Es probable que dicha asociación sea uno de los argumentos de las empresas pagadoras de servicios de salud para no autorizar su pago: muchos de los procedimientos estéticos, con la posible excepción de algunos con indicación claramente reconstructiva o de reparación de la función, no son cubiertos por los pagadores externos.
Si acudimos a la definición de «implante» y «prótesis», del diccionario de la Real Academia Española, quizá lo único que queda claro es que toda prótesis es un implante, pero no todos los implantes son prótesis:
Implante 2. m. Med. Aparato, prótesis o sustancia que se coloca
en el cuerpo para mejorar alguna de sus funciones, o con fines estéticos.
Prótesis 1. f. Med. Procedimiento mediante el cual se repara artificialmente la falta de un órgano o parte de él; como la de un
diente, un ojo, etc. 2. f. Aparato o dispositivo destinado a esta reparación.
La adopción de esta definición ha recibido críticas, pues es bien sabido que el diccionario de la Real Academia Española no recopila términos técnicos.
Últimamente, he optado por el término «implante endovascular» para referirme a un «stent», o «implante endoluminal» cuando dicho elemento no se encuentra en un vaso sanguíneo sino en la luz de algún otro conducto. Cuando no lo uso de manera genérica sino específica, el «apellido» del implante hace alusión a la región anatómica en donde se aplica, como en los implantes utilizados en el sistema urinario (implante ureteral), el tubo digestivo (implante esofágico) o los conductos biliares (implante biliar), entre otros. En muchos casos, el implante utilizado cumple una función vital: la de restablecer la comunicación entre los conductos o vasos sanguíneos obstruidos por cualquier causa.
Igual de interesante resulta el uso del término «coil», también de origen en la lengua inglesa. En este caso, se trata de una espiral metálica, utilizada para ocluir vasos sanguíneos. La oclusión de los vasos sanguíneos, también conocida como embolización, se utiliza para detener hemorragias o para inducir a la involución de algunos tumores, a los cuales se les obstruye su irrigación sanguínea mediante estas espirales o «coils». Este último vocablo es del idioma inglés. Aunque coloquialmente lo utilizo, no estoy de acuerdo en usar ese nombre en un reporte, un inventario o una lista oficial de materiales o procedimientos.
Este material es también utilizado para rellenar aneurismas y excluirlos de la circulación sanguínea, controlando o evitando así su ruptura. Para la embolización también se usan sustancias líquidas, partículas de diferente tipo, o balones que se inflan y se dejan en el interior del organismo; todos cumplen la misma función de oclusión temporal o permanente de los vasos sanguíneos. En los aneurismas intracraneanos y en otros tipos de sangrado, las espirales también pueden cumplir con una función vital: la de evitar una hemorragia que puede tener consecuencias fatales. Según la localización anatómica del aneurisma, la embolización por vía endovascular puede ser la única opción para su tratamiento, con ventajas sobre las técnicas quirúrgicas convencionales. En estas embolizaciones, no se puede homologar una espiral a una prótesis. No tienen funciones similares, y no parece lógico sugerir siquiera que una espiral puede ser equivalente a una prótesis.
Quizá la mayor importancia de la terminología utilizada es que los pagadores de dichos servicios han determinado que, en muchos casos, no cubren los costos de diversos tipos de prótesis y de otros materiales. Uno de los argumentos comúnmente esgrimidos es tan flojo como irracional: todo elemento que queda en el cuerpo es considerado una prótesis, y por lo tanto, no se incluye su cubrimiento. La autorización de un procedimiento sin la aprobación de los elementos necesarios para completarlo parece una estrategia diseñada específicamente para obstaculizar el tratamiento requerido por un paciente, con las consecuencias implícitas en este retardo en la atención.
Un implante endovascular no se usa con fines estéticos; prótesis endovascular o endoprótesis son términos sinónimos de implante endovascular o «stent», y, en algunos casos, pueden ser la única alternativa de tratamiento. Una espiral o «coil» no es lo mismo que una prótesis, ni cumple su misma función.
A la hora de cubrir los costos de diferentes tipos de procedimientos, es bastante común que las empresas pagadoras autoricen un procedimiento dado, pero no los materiales indispensables para llevarlo a cabo. Por ello, la interpretación inadecuada de estos términos puede resultar en el traslado de una responsabilidad monetaria a un usuario que ha pagado por un servicio que no es cubierto con base en cuestiones semánticas, nunca médicas.
En aras de la claridad, mi recomendación es preferir el término implante endovascular sobre sus sinónimos, endoprótesis o prótesis endovascular, y equivalente al término en inglés stent. El término espiral puede usarse como traducción del coil del inglés; los implantes endovasculares y las espirales son elementos completamente diferentes, que cumplen funciones que pueden llegar a ser opuestas y que no deben asumirse como sinónimos.
La radiología intervencionista se ha establecido como una ingeniosa alternativa terapéutica, y no debe representar una oportunidad para las extensas disquisiciones semánticas, que han surgido en busca de una posición, de otra manera indefendible, con la que parece que se pretendiera favorecer a grupos de interés distintos a los pacientes.

lunes, 2 de abril de 2007

Etimología infantil

Una reciente tarde cualquiera, mi esposa fue a recoger a María José, nuestra hija mayor, al finalizar su jornada preescolar. Caminaban junto con nuestra mascota, una vivaz ejemplar de la raza Beagle que responde al nombre de Anna Bertha, nombre escogido por el radiólogo de la casa, en remembranza de la esposa del descubridor de los rayos X (1).
Les faltaba poco para llegar, cuando una vecina del barrio las detuvo, demostrando gran interés por la perrita. Elogió sus atributos físicos, evidentemente heredados de su padre, un bello ejemplar argentino, campeón de la raza. Insistió en su interés por adquirir alguno de los descendientes de Anna Bertha, y en que debían avisarle cuando se tomara la decisión de cruzarla.
Quizá olvidando que los Beagle vienen en tamaños de trece y quince pulgadas (2), y probablemente con la intención de impresionar acerca de sus conocimientos de la raza, antes de despedirse, la vecina quiso saber si nuestra mascota era un ejemplar de los de «siete pulgadas».
Unos pasos más adelante, María José, que había prestado más atención a la conversación de lo que hubiéramos anticipado, demostrando un prematuro y enorgullecedor interés por las palabras y su significado, e inocente de las controversias históricas generadas alrededor del uso –o desuso- del sistema métrico, quiso aclarar una duda etimológica, que consideramos muy apropiada para sus casi seis años de edad:
-Mamá-, preguntó, -siete pulgadas son … ¿siete días de pulgas?


1. Mould, R.F.: Invited review: Röntgen and the discovery of X-rays. Br J Radiol 1995; 68:1145-1176.
2. Pisano, B.: El beagle. Editorial Hispano Europea S.A. Barcelona, 1999.


Publicado en: Panace@. Boletín de Medicina y Traducción. Vol V No 17-18, 2004.

Normal

La definición de normalidad puede basarse en parámetros numéricos o en apreciaciones subjetivas. Establecer rangos de normalidad numérica es una tarea difícil, que implica tener en cuenta una gran cantidad de factores personales, ambientales y otros, que pueden ampliar el rango de valores «normales».
Si se va a citar un número como valor normal, es importante saber si la metodología utilizada para establecer dichos límites tuvo en cuenta la variabilidad antropométrica y otros factores, como los nutricionales y raciales. Algunas de las escalas numéricas que usamos a diario no se pueden aplicar a todas las poblaciones, no sólo por tener características diferentes a las de la población estudiada para elaborar dichas escalas, sino porque pueden haber sido elaboradas con base en una muestra no representativa de la población general.
Cada vez que me preguntan cuánto debe medir normalmente alguna estructura anatómica, recuerdo a mis alumnos que no siempre es fácil decidir cuándo o cuánto es «normal». Incluso cuando no se detectan anormalidades, algunos exámenes diagnósticos no descartan que existan lesiones; para evitar errores, la normalidad debe tratarse con precaución (1).
Tenía razón el poeta Sabines (2), al sugerir que una de las mejores maneras de encontrar definiciones es en el lenguaje infantil, cuando relata una anécdota lingüística de su hijo:
«A los tres años y medio, Julito aprende nuestro idioma después
de habernos enseñado el suyo. Y su facultad de aprender es mayor
que la nuestra de olvidar. Son muchas las voces que nos ha dado y
de las cuales no podemos deshacernos. »
Por eso, cuando en la práctica diaria me preguntan acerca de la normalidad, no puedo dejar de mencionar el siguiente diálogo entre Esperanza, mi esposa, y nuestra hija menor, María Lucía, quien con sus casi cuatro años aporta más que una pequeña luz sobre el tema:
-No me gusta que me regañes, Mamá.
-No te estoy regañando, amor mío. Sólo que cuando estás necia tengo que hablarte así para que me entiendas.
-Pero no siempre estoy necia, mamá. A veces soy normal.

1. Robinson PJ. Radiology’s Achilles’ heel: error and variation in the interpretation of the Röntgen image. Br J Radiol 1997; 70: 1085-1098.
2. Sabines J. Recuento de Poemas 1950-1993. Editorial Joaquín Mortiz, S.A. de C.V. México 1997.

Publicado en: Panace@. Boletín de Medicina y Traducción. Vol V, No. 16, Junio 2004.

De Algunos Nombres Impuestos, Indispuestos y Mal Puestos

La segunda entrada de la columna El poder de la palabra, publicada en:

Boletin Imágenes, Asociación Colombiana de Radiología 2003; 9(2):10. www.ACRonline.org

En español, se tildan algunas palabras, o se escriben de maneras peculiares, para diferenciarlas de sus homófonas. Por ello, existen las grafías «sicosis» y «psicosis», para referirse, respectivamente, a una afección cutánea y a una mental. No imagino un escenario clínico en el que un psiquiatra le haga una consulta a un colega dermatólogo por el caso de un paciente sicótico con sicosis, pero, si se invierte el orden de los factores, podríamos tener un paciente cuya sicosis de la barba «lo tiene loco», en cuyo caso, la interconsulta sobrepasaría los límites de la semántica.
En el clásico «te invito a tomar el té», tildamos la infusión para diferenciarla de la segunda persona. Ambos son ejemplos curiosos, pues en la práctica no parece existir una posibilidad real de confusión, pero malos ejemplos y nombres mal puestos abundan en el español y en el léxico médico.
Cada vez que hacemos una ecografía obstétrica, buscamos un corte axial o transversal del cráneo fetal y medimos la distancia entre la tabla externa del hueso temporal más cercana al transductor y la tabla interna del mismo hueso en el lado opuesto. A la distancia entre los huesos temporales la llamamos, por imposición, diámetro biparietal, aunque por nuestro conocimiento anatómico sepamos que no hay posibilidad de hacer un corte transversal que incluya los huesos (o los lóbulos) parietales y el mesencéfalo (o los tálamos) a la vez. Lo correcto sería llamarlo diámetro bitemporal, pero el nombre mal puesto ya fue impuesto, y difícilmente podrá ser depuesto.
Para formar algunos términos técnicos, recurrimos a las raíces latinas de nuestro idioma, a los aportes griegos o a una combinación de ambos, híbridos que seguramente habrían sido impensables en épocas en las que la cultura romana pretendía dominar el mundo, a expensas de la griega. Así, tenemos expresiones híbridas como radiografía, combinación del latín radius y del griego graphos. Otro híbrido grecorromano es el que resulta de combinar el prefijo griego para- con el latín renum, con el que denominamos a los compartimientos del retroperitoneo que se encuentran por delante y por detrás del espacio perirrenal.
Algunas combinaciones son más coherentes: en la habitación nupcial romana o thalamus era lógico encontrar una pequeña almohada rectangular llamada en latín pulvinar, nombre con el que todavía conocemos a la porción posterior y medial de cada tálamo, cuya forma es rectangular, como la almohada en cuestión. A pesar de la breve ocupación árabe de la península ibérica, el idioma español le debe a los moros muchos de los términos que comienzan con al-, como la almohada o cojín romano del que ya he dicho lo suficiente como para inducir a la apoplejía.
Si no el primero, uno de los primeros en darse cuenta de que en la apoplejía la lesión cerebral está al lado contrario de la sintomatología motora, fue el anatomista italiano Antonio María Valsalva. Para describir hallazgos que se encuentran en el mismo lado de la lesión cerebral que los produce, de la neurología nos viene «ipsilateral», aunque la forma correcta de la raíz latina ipse indica que debe decirse ipsolateral, término que ofrece la supuesta ventaja adicional de evitar cualquier confusión entre ipsi e hypsi , esta última de origen griego, que hace referencia a altura (1). ¿Otro caso de confusión improbable?
Antes de pe y be siempre va eme, excepto en Trendelenburg y en Kienböck, forma correcta de escribir los apellidos de Friedrich, cirujano alemán, y Robert, radiólogo austríaco, respectivamente. Imagen es una palabra grave terminada en ene, que nunca lleva tilde. Lo mismo aplica para examen. El plural de ambas palabras tiene acento en la antepenúltima sílaba; como todas las palabras esdrújulas, llevan tilde exámenes e imágenes. Palabras de uso frecuente en nuestra especialidad, sobre las que ya he llamado la atención (2), pero, como solía decir el famoso cazador de gazapos, Roberto Cadavid, mejor conocido como Argos: «parece que no me leyeran.»
Sería tan grato como sorprendente que, con sólo volverlo a mencionar, desaparecieran por fin las tildes en las formas singulares de las palabras que describen lo que a diario vemos o hacemos en plural. Aunque recientemente se volvió a ventilar el tema de la manera correcta de llamar a la especialidad (3), dejaré para otra ocasión la tentación de explayarme sobre la imaginología, término éste que es el único aprobado oficialmente por la Real Academia de la Lengua Española (4), a pesar de los argumentos que sobre el uso de la forma imagenología se quieran esgrimir (a propósito, ¿por qué no simplemente «radiología», que además de ser gramatical y etimológicamente correcta, tiene ese matiz histórico que nos recuerda de dónde venimos?)
Hay neologismos que nos llegan desde el extranjero y que finalmente son aprobados por el uso, pero, ¿eran realmente necesarios? Vasculatura es sólo cuatro letras más corta que vascularización, pero, aunque el término ya se encuentra implantado en nuestro léxico, yo prefiero no ahorrar esa sílaba y seguir con la impresión de no haber cedido a la dominación anglosajona.
Cada vez que oigo el horrible neologismo longitud «céfalo-nalga», en vez del lógico «cráneocaudal», me pregunto porqué a nadie se le ocurrió «capicúa», que no sólo viene de cabeza y cola, sino que es un término más parecido al «crown-rump» que se usa en inglés, y que, por ser más coloquial que técnico, dificulta su traducción al argot científico. ¿Será que en España, donde algunos se jactan de decirle a las cosas por su nombre, usarán igual de impunemente el término longitud «céfalo-culo»?
Bibliografía

1.Navarro, FA.: Diccionario crítico de dudas inglés-español de medicina. McGraw-Hill Interamericana, Madrid, 2000.

2.Morillo, A.: El informe radiológico y la comunicación científica: una cuestión de estilo. Editorial. Revista Col de Radiología 1997; 8 (2): 60 - 62.

3. Bermúdez, S: ¿De la imagen a la imagenología? ¿O a la imaginología? Editorial. Revista Col de Radiología 2002; 13(3): 1172 -1173.

4. Departamento de Español al día. Real Academia Española. Respuesta a consulta electrónica realizada en mayo de 2003, a través de la página del idioma español, www.elcastellano.org

Las ideas aquí expresadas son personales y no representan la posición de la Asociación Colombiana de Radiología ni de la institución a la que se encuentra vinculado el autor.

El poder de la palabra

El Poder de la Palabra es una columna de opinión sobre lingüística y temas afines, publicada ocasionalmente en el Boletín Imágenes, de la Asociación Colombiana de Radiología. Las ideas aquí expresadas son personales y no representan la posición de la Asociación Colombiana de Radiología ni de la institución a la que se encuentra vinculado el autor. Esta fue su primera entrega:

Boletin Imágenes, Asociación Colombiana de Radiología 2003; 9(1):9.

Nuestra especialidad se ha caracterizado siempre por su vertiginoso avance tecnológico. Es posible que, en unos años, muchos de nosotros seamos testigos de esa nueva tendencia que se conoce como «radiología sin película». Aún si llegamos a trabajar en un ambiente en el que desaparezca el registro impreso de las imágenes, lo que nunca podrán quitarnos es la palabra.
No importa si lo que miramos es acetato, papel o pantalla, el resultado de nuestro análisis seguirá siendo la palabra, en muchos casos hablada, pero al final siempre escrita, como un informe o reporte definitivo de nuestra opinión acerca de un caso clínico.
Si el resultado de todos los procesos mentales que se generan alrededor de una imagen va a ser un informe escrito, ¿por qué no dedicar un momento a que nuestros informes sean claros y queden bien escritos?
Los radiólogos debemos poseer el poder de la palabra, con el que podemos seleccionar adecuadamente los términos con los que describimos los hallazgos y nuestras impresiones acerca de lo que vemos. El lenguaje médico se ha caracterizado siempre por la distancia que crea entre lo humano y lo científico, y también se ha caracterizado por la incorrección de su uso, por sus incongruencias, contradicciones y redundancias. El resultado del continuo mal uso del lenguaje es la creación de una jerga que, además de incomprensible, se escribe en un estilo pobre, lleno de barbarismos e incoherencias. Se ha trasladado el afán por ahorrar tiempo al uso del lenguaje, y muchos prefieren las abreviaturas y extranjerismos, hasta desarrollar una técnica telegráfica en la que no se aprovechan las herramientas básicas para cualquier descripción, como son las preposiciones y los adjetivos.
Tenemos un idioma rico, que podemos explotar para expresarnos correctamente. Todos los idiomas evolucionan; tanto el uso como la academia llevan a la aceptación de nuevos términos y definiciones, que hacen que nuestro lenguaje crezca. Están claramente establecidas las reglas para usar nuestro idioma, reglas que aplican también para el argot técnico. Cuando el lenguaje se sale de las normas, se convierte en un desordenado intento de comunicación que, en el mejor de los casos, crea aburrimiento, y en el peor, confunde. En el primer escenario, el informe escrito es aquel que no crea el interés por ser leído. En el segundo caso, aunque exista el interés por leerlo, el informe escrito resulta difícil de digerir, puede ser contradictorio o redundante.
No tengo formación en lingüística ni en retórica; muchas de las normas gramaticales me son desconocidas. Cualquiera que haya leído mis informes u otros escritos habrá identificado incongruencias y otros errores en mi uso del lenguaje (de hecho, agradezco que esos descubrimientos me sean revelados).
Como aficionado -y apasionado- por la palabra, promuevo entre mis estudiantes el cuidado en el uso de los términos descriptivos y el ceñimiento a las normas ortográficas y gramaticales. Como Grijelmo(1), defiendo el español, porque vivo en un país en el que ese es el idioma oficial. Cuando hablo o escribo en español, prefiero los términos en nuestro idioma a los extranjerismos, aunque el uso los haya aceptado. Somos más de cuatrocientos cincuenta millones de hispanohablantes que debemos enorgullecemos de poseer la eñe; siempre que existan palabras equivalentes en nuestro idioma, ¡no cedamos al uso de términos en inglés, francés o alemán!
Si desconocemos los aspectos fundamentales de la gramática latina, al caer en la tentación de latinizar, nos ponemos en evidencia con latinajos y decimos barbaridades, como «la crura derecha», «cavum septum vergae » o «pectum excavatum».
Convencido del poder de la palabra, intentaré defenderla desde esta columna, haciendo énfasis en el uso adecuado de los términos que utilizamos a diario. Sé que ésta puede terminar siendo una cruzada solitaria; espero reclutar adeptos que empiecen por preocuparse más porque sus informes no resulten siendo usados únicamente como papel reciclable. Para finalizar, unas palabras sobre la palabra, prestadas de la uruguaya Cristina Peri Rossi (2):

Palabra
Leyendo el diccionario
he encontrado una palabra nueva:
con gusto, con sarcasmo la pronuncio;
la palpo, la apalabro, la manto, la calco, la pulso,
la digo, la encierro, la lamo, la toco con la yema de los dedos,
le tomo el peso, la mojo, la entibio entre las manos,
la acaricio, le cuento cosas, la cerco, la acorralo,
le clavo un alfiler, la lleno de espuma,

después, como a una puta,
la echo de casa.

Bibliografía
1. Grijelmo, A.: Defensa apasionada del idioma español. Suma de Letras, S.L. Madrid, 2001.
2. Peri, C: Poemas de amor y desamor. Plaza y Janés Editores, S.A. Barcelona, 1998.

MAREMOTO / TSUNAMI

El diccionario de la Real Academia Española define maremoto como una agitación violenta de las aguas del mar a consecuencia de una sacudida del fondo, que a veces se propaga hasta las costas dando lugar a inundaciones. El maremoto es simplemente un seísmo, del griego σεισμός, sacudida. En otras palabras, es un terremoto submarino.
Un tsunami es una ola gigante provocada por un maremoto, por un deslizamiento, una erupción volcánica o el impacto de un meteorito. A medida que se propaga desde el epicentro, la ola no es muy grande, puede tener uno o dos metros de alto. Lo que sí es muy grande es su longitud de onda, es decir, el intervalo entre cada ola, que puede ser de varios cientos de metros. Este comportamiento hace que pueda ser invisible desde el aire, o que no se perciba en un barco sobre la superficie marina; su propagación puede sobrepasar los 500 km/h, en mar abierto y profundo, disminuyendo a unos 30 km/h en aguas poco profundas. En menos de 24 horas, un tsunami puede atravesar el océano Pacífico. Al llegar a la costa, se estrella con el fondo, pero el piso va ascendiendo: la ola, que era horizontal, se levanta hasta hacerse vertical, con las consecuencias catastróficas que hoy conocemos. No es lo mismo maremoto que tsunami.
Tsunami es un sustantivo masculino de origen japonés, formado de las raíces tsu (bahía) y nami (ola), se refiere a esa ola oceánica gigante cuando llega a puerto. El término tsunami no aparece registrado en la última edición del diccionario de la RAE. Sin embargo, según informe desde España del académico Fernando Pardos, el día 11 de enero de 2005 se trató el tema en la Comisión de Vocabulario Técnico de la RAE, para proponer la inclusión de la palabra tsunami en su próxima edición. Algunas de las controversias que se han suscitado incluyen proponerlo en español como un sustantivo femenino, pues designa a una ola: «una/ la tsunami». También está la propuesta de admitir la castellanización «sunami», en lugar de la inglesa tsunami. Al respecto, el comentario del académico al proponente de esta transliteración española:

«…de momento es un extranjerismo, aunque no sé aún si se optará por ponerlo
en letra cursiva, porque fonéticamente «es pronunciable» pero el grupo «ts»
no es muy español que digamos. Como ejemplos de cosas parecidas, «geisha»
está en cursiva pero «kamikaze» no. Obsérvese que el DRAE no registra ni adapta
«geisa» ni «camicace». Según tú, entonces una famosa mosca ¿debería llamarse
«sé-sé»? No sé, no sé ☺.
Un abrazo, Fernando Pardos»