viernes, 29 de febrero de 2008

Dedicatoria

para Esperanza, septiembre 5 de 1994.


“Palpamos un redondel, vemos un montoncito de luz color de
madrugada, un cosquilleo nos alegra la boca, y mentimos que
esas tres cosas heterogéneas son una sola y que se llama naranja.”
-Jorge Luis Borges, en Palabrería para Versos.

Caminaba entre los pasillos de una librería, cuando me topé con una colección de ensayos que, treinta y cinco años después de ser escritos, eran considerados como hijos ilegítimos por su autor. Me enteré entonces que Borges llegó a negar públicamente la existencia de El Tamaño de Mi Esperanza, libro en el que encontré deliciosos y cítricos juegos de palabras.

Como estaba frente a la sección de diccionarios, pensé en palabras con las que me gusta jugar, y recordé noche, seda, arco, miel y piel. Tras acariciar tu pelo y recorrer mentalmente tu cara, pensé en pétalos y perlas, y en cómo inicias incendios con tus besos y sonrisas.

Pensé en el tamaño de mi esperanza, pequeña, cual instrumento de escribano, que se acomoda a mi mano diestra, pero a la vez tan grande que puedo entrar en ella. Desperté de esta divagación sosteniendo un grueso volumen en mi mano, y encontré que mi dedo índice señalaba la definición de tu nombre.

esperanza. Estado del ánimo en el cual se nos presenta como posible lo que deseamos.

Se acabó el exilio

-Mañana regresamos-, dijo con lágrimas a su amada. -Vamos de nuevo a la patria, a la tierra que nos vio nacer. Se acabó el exilio. Esta noche nos quedamos en el puerto, y te enseño todas las estrellas que no veremos desde nuestro hemisferio.
La última noche en esa tierra extraña estuvo despejada y sin luna. El mar era un ondulante reflejo índigo profundo, salpicado de las estrellas que quiso enseñarle, como si alguna vez fuera realmente necesario encontrar el norte buscando a la constelación de la Osa Mayor, o siguiendo a Pegaso y a Cassiopea. Le narró la historia de la hermosa princesa etíope cuya vanidad fue castigada por los dioses al obligarla a sentarse eternamente en una incómoda silla. También le mostró el dragón celeste que amenazaba con devorar a la bella Andrómeda, y le contó acerca de los demás héroes del firmamento.
Con una botella de vino acompañó el mitológico recorrido de las distantes luciérnagas zodiacales. Inventó constelaciones y le describió a los más valientes aventureros, sus luchas contra descomunales monstruos y malévolos gigantes. Le dijo que la brisa arrastraría sus palabras hacia el mar, que las olas se llevarían esas historias sobre sus espumeantes crestas.
-Tendríamos que ir a la playa en nuestro país, quizás volvamos a encontrar estas historias que hoy te invento. Con tu ayuda podría incluso escribirlas, ¿no crees? Alzó la botella y tomó una gran bocanada de vino. Dejó parte del trago en su boca, y saboreó su sutil amargura antes de besar a su amada.
Aquella noche septentrional nunca llegó a ser negra. El inquieto espejo azul profundo se transformó lentamente en púrpura, y el cielo poco a poco adquirió la claridad suficiente para opacar las estrellas en su luz naranja. El último destello visible antes de la aparición del sol fue el de la diosa Venus, ese lucero que con su brillo anunciaba la infalible llegada del cochero en llamas que cada día cruzaba el firmamento. Ahora el cielo parecía el reflejo del mar, y las nubes simulaban olas juguetonas que avanzaban hacia el nuevo día, quizás trayendo consigo historias narradas en la noche, desde lejanas playas.
Muy cerca del puerto donde se encontraban, descubrió una gaviota monópoda descansando sobre un poste enterrado en la arena, rodeado de mar. En ese momento abrió los ojos y apoyó dudosa su otra pata. Cuando la última ola rompía en la base del poste, dio un pequeño salto que la dejó flotando en el vacío, como una enorme pluma a merced del viento. Emitió un chillido con el que confirmó el inicio de un nuevo día. El poste quedó rodeado sólo de playa, las indecisas olas ya no alcanzaban a abrazarlo.
Contempló la botella que sostenía en su mano izquierda. En su envase verde, el siniestro líquido oscuro le recordó la sangre en la que recientemente se había bañado. Con los dientes arrancó el corcho y lo escupió en su mano. Tomó el último trago y de rodillas se inclinó hacia su amada. Le llenó su boca con un beso frío y salino, observó cómo un delgado hilo de vino recorrió su mejilla y se detuvo en el cuello blanco de su blusa. Le retiró el cabello dorado de la cara y puso la botella vacía a su lado. Se inclinó de nuevo y le besó los ojos y la frente. La primera gaviota emitió un segundo chillido, que fue seguido de los graznidos de la segunda, tercera y demás gaviotas, luego opacados por los bramidos de los buques. El cielo dejó atrás su oscuridad y se llenó de blancas pinceladas de algodón, que todavía le recordaban las eternas olas marinas.
Dos corpulentos marineros de brazos tatuados alzaron su equipaje, con la misma facilidad con que vio flotar a las aves. Al llegar a bordo, divisó a otra gaviota en el mismo poste, ahora abandonado por la marea. En su bolsillo, apretó el corcho cuando ésta dio un último salto al vacío. Desde los hombros de los cargueros, el ataúd flotó hasta cubierta. Justo antes de posarse en el suelo, pronunció su última frase en tierra extraña.
-Tengan cuidado -suspiró-, es nuestro último viaje juntos.

©Mario Bonilla, 1993.

El invierno fue implacable

Aunque vivo en esta franja de planeta
en donde no existen estaciones
se que descubrí la primavera
en su aroma de flores
la suave caricia del sol en su pelo

Me entregó el ardor del verano
con su mirada azul
y su sonrisa despejada
una estación de días hermosos
cuerpos amantes y sudorosos

como era de esperarse
hubo también días de lluvia
y nubes de melancolía
en el otoño sus ojos eran grises
su mirada triste y lejana

por fin llegó la estación fría
que me heló médula y alma
el invierno fue implacable
pues descubrí que a ella
ya no le gustan mis versos



©Mario Bonilla

Plagio

Yo no sé por qué los poetas
se entusiasman
con cosas tan pequeñas
como un pétalo
o peor aún
una minúscula gota
del tamaño de una lágrima
lágrima, al fin, hecha neblina.

Tampoco imagino cómo
de un blanco y lejano satélite
sale tanta inspiración
ni cómo se hace
para usar palabras tan gastadas
como flor, noche y estrella
o boca, piel y seda
sin sonar redundante

no sé nada de esto
no siento nada
al ver un amanecer
las sonrisas me resbalan
no me erizan las miradas
y a la luna
la prefiero nueva

no entiendo nada de esto
yo sólo copio
frases muy trilladas
plagio a los sensibles
a los tristes y acongojados
a los enamorados
a los que no duermen

plagio a los poetas
cuando te sueño
plagio a los ausentes
cuando te escribo
pues yo de este oficio
no entiendo nada.


©Mario Bonilla

miércoles, 20 de febrero de 2008

Eclíptica

Aunque los eclipses lunares son mucho más frecuentes que los solares, parece que cada vez que hay un eclipse el asunto se vuelve noticia. A los aficionados a la astronomía nos fascina encontrarnos con excusas para mirar al cielo, sin que sea necesario avistar objetos voladores no identificados para sorprendernos con las dimensiones del universo. Recuerden que viajamos alrededor del sol a unos 100,000 km/hr. Aunque la luna es muchas veces más pequeña que el sol, su distancia de nuestro planeta hace que su tamaño aparente sea casi idéntico al del sol, por lo cual es capaz de eclipsarlo por completo. La luna pasa con fecuencia por la sombra que deja la tierra al ser iluminada por el sol. Cada vez que esto ocurre, se forma un eclipse de luna, como el de esta noche. Si las condiciones lo permiten, no dejen de mirar al cielo para observar un espectáculo celeste gratuito. La luna puede tornarse de un color rojo o cobrizo, en un efecto que se explica por la difracción de la luz por la atmósfera terrestre. Si no tuviéramos atmósfera, la luna se vería completamente negra. Como la tenemos, los rayos que se acercan al espectro más azul de la luz se pierden en la atmósfera, y la luz que vemos reflejada sobre la luna es más rojiza. Las erupciones volcánicas pueden ayudar al efecto, pues el polvo que llega a la atmósfera produce diferentes efectos sobre la luna. En 1992 pude ver el resultado de la erupción del volcán Pinatubo sobre un eclipse total de luna, poéticamente llamado de "linterna japonesa", pues la contaminación atmosférica hizo que la luna se viera roja, como una de esas lámparas japonesas de papel que usan una vela para producir una tenue luz.
De nuevo, es gratis. Esta noche, a partir de las 8:43pm. Para más información científica, visite:
http://www.MrEclipse.com/Special/LEprimer.html

Y el aporte literario, para aprender a quitarle la fantasía a los eclipses, es del maestro del cuento breve, el hondureño Augusto Monterroso, para su disfrute:

El eclipse. Augusto Monterroso.
Cuando fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada podría salvarlo. La selva poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y definitiva. Ante su ignorancia topográfica se sentó con tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza, aislado, con el pensamiento fijo en la España distante, particularmente en el convento de los Abrojos, donde Carlos Quinto condescendiera una vez a bajar de su eminencia para decirle que confiaba en el celo religioso de su labor redentora.
Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible que se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como el lecho en que descansaría, al fin, de sus temores, de su destino, de sí mismo.
Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas. Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.
Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más íntimo, valerse de aquel conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida.
-Si me matáis -les dijo- puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.
Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin cierto desdén.
Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles.

lunes, 18 de febrero de 2008

Busco una palabra

Busco una palabra
que aún no haya sido escrita
que no se encuentre
entre páginas clásicas

que no esté tallada
en la corteza de un árbol
ni en la banca del parque.
Que no aparezca traviesa
en una hoja de cuaderno.

Busco una palabra
que defina al calor
que evoque alegría
y me recuerde tu sonrisa.

Una palabra
parecida a la ternura
que tenga el color de la miel
y el mismo brillo de tus ojos

una palabra
con la que un poeta
nombraría a una estrella
una palabra tan fuerte
como un abrazo nuestro

sólo hay una palabra
dulce como una canción
sólo una que cuando pronuncio
me llena de emoción

esa palabra eres tú.



©Mario Bonilla, 1994.