jueves, 23 de septiembre de 2010

colocar

Desde hace algunos años comenzó a diseminarse una costumbre que ha alcanzado niveles pandémicos: relegar al olvido al verbo poner, para remplazarlo por uno mucho menos diverso en su espectro de definiciones y usos, el verbo colocar. El principal argumento para evitar el uso del primero, es que se relaciona con una actividad fisiológica reproductiva propia de las aves.

«Las que ponen son las gallinas» parecen cacarear quienes se «colocan» en ridículo al exagerar el uso de colocar sobre el de poner. Es curiosa esta excepción a la regla; según ella, es correcto que una persona se «coloque a trabajar» o se «coloque a dormir», son usuales «mi hija se colocó enferma» y «se colocó bravísimo» a la vez que para una gallina no es correcto «colocar» huevos.

Antes de que se «coloquen disgustados» los adeptos a esta tendencia de «colocar» colocar en vez de poner, «coloquen» mucha atención al uso específico que indica la RAE para ese verbo que parece haber subido de estrato sin explicación, para reemplazar a uno mucho más amplio en su uso. Como bien lo ha expresado Soledad Moliner,

«colocar es un matiz de poner, así como guisar es una precisión de cocinar. Por eso no son sinónimos, y a menudo es una barbaridad sustituír ‘poner’ por ‘colocar’.»

La primera acepción de colocar es poner a alguien o algo en su debido lugar. Esto implica que colocar no reemplaza siempre a poner, sino a poner donde corresponde. Difícil argumentar que el instinto animal va a sugerirle a una gallina un lugar equivocado para poner sus huevos. El diccionario de la RAE propone cinco acepciones para colocar, mientras que pone más de cuarenta para poner, una de las cuales es precisamente la que saben hacer las gallinas y otros ovíparos: soltar o depositar el huevo, nunca «colocarlo».

Colocar tiene otras acepciones aceptadas, como la de invertir dinero, emplear a una persona o promocionar algún producto comercial. Son sólo cinco sus usos, mientras que poner resulta por lo menos ocho veces más versátil. Se equivocan de manera contundente quienes creen que colocar resulta más correcto o «elegante» que poner. Óscar Gil, columnista del periódico El Tiempo, cita el siguiente diálogo transmitido por el canal Telepacífico, ocurrido durante un consejo comunitario en el municipio de Obando: el gobernador del Departamento del Valle del Cauca le pregunta a una campesina acerca del hijo que ella va a bautizar:

–¿Y cómo lo vas a colocar?, ¡ve…!
–Le voy a poner Javier, señor gobernador.

Al final, como al «nuevo rico», termina por notársele la pobreza. En este caso, por supuesto, la que se nota es la ignorancia del dirigente y su pobreza de lenguaje.

Pero el fenómeno no para allí: en alguna facultad universitaria leí un anuncio según el cual, para cierta fecha, «los estudiantes deben colocarse a paz y salvo». También he oído de una persona que «se colocó a trabajar» en un asunto dado. Puede parecer que escribir acerca de estas minucias del lenguaje sea «colocarse a extraviar el tiempo», lo cual me «coloca a pensar» si alguna vez se van a «colocar en práctica» éstas y otras recomendaciones que reiteradamente hacemos los linguófilos –aficionados o expertos– en diferentes medios.

Un probable origen de esta práctica de colocar en vez de poner puede ser la influencia de las telenovelas, que son vistas y comentadas por personas de todos los estratos sociales. Sus guionistas «colocan a hablar» a sus personajes de maneras muy diferentes al lenguaje común, muchas veces adoptando formas que son incorrectas, pero que, al ser difundidas por medios masivos, son aceptadas como modelos a seguir. Ésta puede ser la misma explicación para el uso preferente –pero igualmente infundado–de cabello sobre pelo, escuchar sobre oír y desear sobre querer. Propongo un diálogo hipotético, que, en el contexto de un salón de belleza, podría ser viable:

–La señora Eufemia se colocó disgustada porque no hay turno para cepillarle el cabello.

–Yo coloqué a hervir agua, ofrézcale un agua aromática.

–¿Doña Eufemia desea un cafecito?

–¿Perdón? Por el ruido de los secadores no le escucho bien…¿me trae por favor un vaso con agua?

Para finalizar, «coloco» una frase encontrada en una bitácora virtual llamada linguanauta:

«No ponga colocar, coloque poner».



Otra columna publicada en la sección Sala de redacción, Rev colomb radiol, 2009; 20(4): 2806-2807.

sábado, 11 de septiembre de 2010

Club de lectura

El 12 de septiembre de 2009 comenzamos una aventura literaria, que ahora llega a su primer año. Una especie de vuelta al mundo a través de las letras, en la que cada uno aporta su punto de vista, sus impresiones y su lectura. Y es que nuestras lecturas están matizadas por algunas de las lentes que usamos y que tienen que ver con nuestra formación e intereses diversos. Desde la filología, la investigación, la arqueología, el psicoanálisis, la historia, la filosofía y la visión médica, para mencionar sólo algunos de nuestros puntos de vista, intentamos aproximarnos a estas lecturas y logramos después compartir algunas ideas acerca de lo que leemos.

Comenzamos nuestro recorrido en el cono sur, con El Diario de la Guerra del Cerdo, de Adolfo Bioy Casares, quien nos muestra un crudo retrato de una sociedad en crisis, en la que sus «viejos» son discriminados. Bioy Casares nos presenta las desventuras de Isidro Vidal, el más joven de un grupo de amigos que se llaman a sí mismos «muchachos», pero que sufren en carne propia la persecución y el ataque de los miembros de una generación más joven, que llama «cerdos» a los mayores, cuyo único pecado parece haber sido el contraer las «mezquindades propias de la vejez».

Nuestra siguiente escala nos permite viajar en el tiempo y en el espacio: cruzamos el Atlántico y llegamos a la Lisboa de finales de la década de los años treinta. El italiano Antonio Tabucchi nos presenta en Sostiene Pereira a un personaje que se encarga de la sección cultural de un periódico de poca monta, un declarado católico que anda muy preocupado por la suerte del cuerpo después de la muerte (siendo obeso, parece válido su interés en que sea sólo el alma, y no el cuerpo, el que pueda resucitar). Su encargo de obituarios de autores que aún no han fallecido y de reseñas o efemérides relacionadas con la literatura resultan imposibles de publicar. Este bien dibujado personaje plantea el papel ético de la literatura en situaciones históricas como el régimen autoritario del gobierno de Salazar y el surgimiento del fascismo en Portugal.

Para la siguiente escala literaria decidimos quedarnos en Portugal. Nos embarcamos en la magistral descripción de la cotidianidad a través del relato de José, el único personaje con nombre en Todos los Nombres, de José Saramago. A partir de una afición particular por seguir las historias de los personajes famosos que encuentra en los archivos de una oficina de la Conservaduría General del Registro Civil, José incursiona clandestinamente en una selva de papel, donde encuentra por casualidad la ficha de una mujer completamente desconocida a quien decide seguir la pista y quien resulta su único motivo para seguir adelante en medio de su aburrida existencia. En buena hora decidimos quedarnos un rato más con Saramago y leímos a Caín, una interesante aproximación crítica a la religión, en la que plantea la culpabilidad de Dios como autor intelectual del crimen de Abel, aunque éste haya sido perpretado por su propio hermano. Desde su declarado ateísmo, un erudito viaje por el Antiguo Testamento y una muestra más del ingenio de un escritor que falleció poco después de que termináramos de visitarlo en las dos obras que escogimos de su autoría.

De Portugal partimos hacia las montañas de Albania, donde conocimos a un muy prolífico autor, Ismaíl Kadaré, de quien leímos una tormentosa descripción del Kanun, la ley de sangre por la que se rigen los montañeses de su país. En Abril Quebrado, Kadaré narra la historia de una venganza bilateral entre dos familias, que no parece poder terminar, y que ha cobrado cuarenta y cuatro víctimas a través de varias generaciones, a partir de un deber adquirido por una de las familias luego de la visita de un completo desconocido a quien le han dado posada en la antigüedad. Esta historia documental se entrelaza con una historia de un amor imposible y con la narración de un escritor que quiere conocer a fondo la ley de sangre sin saber que le va a resultar imposible hacerlo sin involucrarse en ella.

De las montañas descendimos luego (y retrocedimos en el tiempo hasta el siglo XVI) a Istambul, ciudad que conocimos a través del detallado relato de Ohran Pamuk, Me llamo Rojo. Una lucha entre las costumbres del decadente Imperio Turco y la influencia occidental en la representación artística a través de las miniaturas, estrictamente prohibidas por el Corán. Una historia de misterio que comienza con el relato de un muerto que es asesinado por su participación en un libro ilustrado secreto para el Sultán, y pasa por los puntos de vista de varios personajes, que incluyen objetos inanimados y animales, para describir en detalle los conflictos personales, políticos y religiosos que surgen en una mágica ciudad. Una narración sorprendente, que se expresa en la voz de múltiples testigos a la vez, algunos de los cuales «hablan» a pesar de haber muerto, y que puede resultar original y cautivadora o excesivamente enmarañada y detallista.

Un nuevo salto a través del Atlántico nos devuelve al continente americano, esta vez a un sorprendente mundo íntimo, el de Bartleby, de Herman Melville. Un escribiente o copista que llega a una oficina de abogados en la ciudad de Nueva York, y quien logra trastornar el funcionamiento normal de esa oficina mediante una actitud pasiva en la que el trabajador se sale con la suya sin trabajar, con un argumento incontrovertible que esgrime cada vez que se le asigna una tarea: «preferiría no hacerlo». Aunque parece simple, esa frase resulta contundente y el personaje resulta inamovible. Con esa breve frase como escudo, es imposible hacer que Bartleby entre en razón o que deje de hacer sólo lo que le plazca. Melville acababa de sufir un fracaso rotundo con su publicación de Moby Dick, la que quizá sea su obra más conocida, aunque dicho estatus lo alcanza sólo después de la muerte de su autor. Bartleby parece haber sido una de sus reacciones a este inicial fracaso, una obra corta e intrigante, que muchos consideran de una complejidad superior a su época.

La siguiente escala es a una ciudad que nunca se menciona explícitamente, pero que todos concuerdan que se trata de París. Se trata de El Benefactor, la opera prima de Susan Sontag. Más que una escala a un mundo real, el viaje se hace por el mundo de los sueños de un personaje que para muchos resulta despreciable, aunque su filosofía vital resulte interesante. A manera de cábala, este personaje presenta siete máximas de conducta que supuestamente representan su manera de conducir su propia vida, por lo menos durante un período de reflexión interna que él mismo llama «la investigación de la certeza»:

1. No contentarme con buenas intenciones, mías o ajenas.
2. No desear para los demás aquello que no se deseen para sí mismos.
3. No despreciar el consejo de los demás.
4. No temer la desaprobación, pero observar, en tanto sea aconsejable, las leyes del tacto y la discreción.
5. No valorar las posesiones ni ser distraído por la ambición.
6. No hacer propaganda de mí mismo, ni exigir nada de los demás.
7. No desear una larga vida.

Una novela que resultó icónica por ser presentada desde el punto de vista masculino a pesar de haber sido escrita por una mujer, por lo cual ganó adeptos entre algunos movimientos feministas. Más que una novela feminista, ha sido considerada como una novela existencialista, que parece haber recibido influencias de Camus o de Sartre.

Sin dejar la influencia gala, nos adentramos después con Marguerite Duras en una especie de subcultura francesa trasplantada a una embajada en la India: El vicecónsul. Una narración dentro de una narración, en la que las desdichas de una indigente se entrelazan con el relato del ocio de una sociedad artificial y colonialista. A veces no es clara la veracidad de la historia de la mendiga, pues parece ser el producto de la imaginación de un aristócrata con ínfulas de escritor, aunque en ocasiones Duras la muestra como una presencia real, de la que se oye su canto y cuyos lamentos pueden ser percibidos por los protagonistas, un grupo de occidentales que termina asignado en cargos diplomáticos, pero que nunca parece lograr adaptarse al clima ni a la cultura oriental donde viven, aislados de la lepra y de la mendicidad por rejas y límites que convierten a los colonos en prisioneros.

La siguiente escala representa un verdadero salto cuántico. De la mano de un físico teórico italiano convertido en escritor, llegamos a La Soledad de los Números Primos. Paolo Giordano, un joven que alcanzó la fama literaria con ésta, su primera novela, nos presenta las biografías de dos jóvenes cuyos antecedentes los han marcado y les han dejado huellas indelebles de sufrimiento personal. Una anoréxica y un matemático que cuando niño fue, en parte, responsable de la desaparición de su hermana retrasada mental, se encuentran en la edad escolar y comienzan una amistad tan cercana como tormentosa, que lleva a la analogía del matemático con los números primos: una especie que se relaciona entre sí de una manera particular, cuya cercanía siempre implica que otros números se interpongan entre ellos, lo cual resulta en la imposibilidad para estar juntos y en la certeza de que siempre van a estar solos.

La última escala en nuestro primer año de aventuras nos lleva al undécimo libro de este primer año –de muchos más, espero– que escogimos para disfrutar (¿ o sufrir?): Una Cuestión Personal, de Kenzaburo Oé.
Casi una década después de convertirse en el único país que ha sido atacado por armas nucleares, en medio del ambiente de miedo fundamentado en el poder de una explosión atómica y sus devastadoras consecuencias, Japón resulta el escenario para una historia matizada con tintes autobiográficos. El protagonista, un profesor de inglés, que se siente agobiado por su vida y su matrimonio, comienza a obsesionarse con el sueño de un viaje al África, pero se encuentra con la oportunidad de enfrentar una pesadilla personal: el nacimiento de su primer hijo, quien tiene una deformidad congénita que lo convierte en un monstruo. Su padre se enfrenta a una cuestión personal: «cuando estás solo dentro de una cueva privada, al final llegas a una salida lateral que conduce a una verdad que te concierne a tí y a todo el mundo.» Su narración ha resultado original, pues no explota el folclor ni las tradiciones japonesas como lo suelen hacer los escritores de su país, lo que ha hecho sugerir que Oé pretende mostrar su formación cultural «occidental», al hacer referencias literarias a Kafka o a Mark Twain, con aproximaciones existencialistas que también pueden evocar a Sartre y a Camus. Kenzaburo Oé nos lleva a paso vertiginoso por diversas situaciones angustiosas donde el personaje central al final es liberado.

Once de septiembre, fecha recordada en el mundo por un evento trágico en una ciudad distante, que tuvo consecuencias que para muchos fueron devastadoras. Para los del club, que ha podido crecer al tiempo que cada uno ha crecido con la lectura, esta fecha resulta especial. Hemos superado con creces el promedio local de lectura (Según la Cámara Colombiana del Libro y otras fuentes de veracidad cuestionable, el promedio de libros leídos al año en el país puede estar entre 1.2 y 2.5, aunque encontré números (no primos) que llegan hasta el 6). Conozco personas que creen que el tiempo dedicado a la lectura es tiempo que se le quita a la vida, y que sólo leen lo estrictamente necesario, nada que no esté relacionado con el trabajo. Por supuesto, se trata de personas que nunca ingresarían a nuestro club, ni aunque quisiéramos invitarlos.

Pese a que varios hemos hecho incursiones personales a otros mundos literarios, por gusto, por necesidad o por obligación –para quienes hacen cálculos de promedios de lectura, los libros que se leen por trabajo (textos y otros), no «cuentan» a la hora de hacer estas estadísticas–, lo cierto es que en estos doce meses hemos hecho un primer recorrido por lugares increíbles, hemos conocido personajes intrigantes y hemos descubierto paisajes, facetas, sueños y olores sorprendentes.

Pero lo mejor, sin duda, ha sido consolidar ese vínculo especial que une a los amantes de la lectura y que permite compartir esa experiencia íntima que es la lectura y convertirla en un sentimiento. De hecho, esta reseña no habría sido posible sin los aportes involuntarios de los que hemos compartido este primer año de lecturas. Ya tengo el equipaje listo para seguir en este viaje: un libro, sin importar su formato, ya sea en papel o electrónico, y un par de gafas.

Ya veremos qué otros mundos nos esperan.