miércoles, 20 de febrero de 2008

Eclíptica

Aunque los eclipses lunares son mucho más frecuentes que los solares, parece que cada vez que hay un eclipse el asunto se vuelve noticia. A los aficionados a la astronomía nos fascina encontrarnos con excusas para mirar al cielo, sin que sea necesario avistar objetos voladores no identificados para sorprendernos con las dimensiones del universo. Recuerden que viajamos alrededor del sol a unos 100,000 km/hr. Aunque la luna es muchas veces más pequeña que el sol, su distancia de nuestro planeta hace que su tamaño aparente sea casi idéntico al del sol, por lo cual es capaz de eclipsarlo por completo. La luna pasa con fecuencia por la sombra que deja la tierra al ser iluminada por el sol. Cada vez que esto ocurre, se forma un eclipse de luna, como el de esta noche. Si las condiciones lo permiten, no dejen de mirar al cielo para observar un espectáculo celeste gratuito. La luna puede tornarse de un color rojo o cobrizo, en un efecto que se explica por la difracción de la luz por la atmósfera terrestre. Si no tuviéramos atmósfera, la luna se vería completamente negra. Como la tenemos, los rayos que se acercan al espectro más azul de la luz se pierden en la atmósfera, y la luz que vemos reflejada sobre la luna es más rojiza. Las erupciones volcánicas pueden ayudar al efecto, pues el polvo que llega a la atmósfera produce diferentes efectos sobre la luna. En 1992 pude ver el resultado de la erupción del volcán Pinatubo sobre un eclipse total de luna, poéticamente llamado de "linterna japonesa", pues la contaminación atmosférica hizo que la luna se viera roja, como una de esas lámparas japonesas de papel que usan una vela para producir una tenue luz.
De nuevo, es gratis. Esta noche, a partir de las 8:43pm. Para más información científica, visite:
http://www.MrEclipse.com/Special/LEprimer.html

Y el aporte literario, para aprender a quitarle la fantasía a los eclipses, es del maestro del cuento breve, el hondureño Augusto Monterroso, para su disfrute:

El eclipse. Augusto Monterroso.
Cuando fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada podría salvarlo. La selva poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y definitiva. Ante su ignorancia topográfica se sentó con tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza, aislado, con el pensamiento fijo en la España distante, particularmente en el convento de los Abrojos, donde Carlos Quinto condescendiera una vez a bajar de su eminencia para decirle que confiaba en el celo religioso de su labor redentora.
Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible que se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como el lecho en que descansaría, al fin, de sus temores, de su destino, de sí mismo.
Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas. Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.
Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más íntimo, valerse de aquel conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida.
-Si me matáis -les dijo- puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.
Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin cierto desdén.
Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles.