lunes, 19 de agosto de 2019
Una década de viajes por las letras
Un año más de lecturas, pero
en este caso uno que representa un motivo de celebración. Celebramos el
hecho de que comenzamos estos viajes hace diez años. Diez años de
camaradería, dos lustros de amistad, mas de un centenar de libros, aparte
de las lecturas que cada cual haya querido o tenido que enfrentar por su
cuenta. En esta ocasión, completamos diez años con este club de lectura,
un espacio atesorado al que siempre miramos con anhelo.
Este último año de lecturas
lo comenzamos con Las noches, de Gerard Reve. Se trata de un
monólogo que puede resultar difícil de seguir, especialmente por el tono
del narrador, un joven que lleva una vida monótona y tediosa. Publicada en
1947, sabemos que está ambientada en la Holanda de la posguerra, aunque no
hay muchas referencias directas a ese conflicto bélico. Frits, el
protagonista, trabaja en una oficina, sin que parezca importarle su trabajo,
del cual no sabemos nada. Vive con sus padres, hecho que no le satisface,
y tiene algunos amigos, con quienes tampoco disfruta de una vida que se
hace aún mas aburrida en los diez últimos días del año, tiempo en el que
se centra la historia. La novela describe sus momentos de ocio, lo agobiante
que le resulta la compañía de otros y el poco o ningún interés que le suscita
el paso del tiempo. Si los días carecen de emociones, en las noches se
encuentra con sus amigos, con quienes entabla conversaciones insulsas que
tampoco llevan a ningún lado. Frits es un personaje que me recordó al indigerible
protagonista de La conjura de los necios. Reve deconstruye el sentido
de una vida sin entusiasmo ni esperanza, que parece ser la vida común de
muchos de los sobrevivientes de la Segunda Guerra Mundial. El tiempo pasa
de manera lenta y agobiante, y el autor logra plasmar esa desesperanza con su
narración de una cotidianidad asfixiante. Los días son cortos, las noches
las pasa con amigos igual de aburridos. Tedio parece ser la palabra clave para
este libro.
Nuestro siguiente salto fue
hacia una novela que marcó un hito en la narrativa contemporánea: Rayuela,
de Julio Cortázar. Descrita como un artefacto literario, sin duda se trata de
una muestra de ingenio y erudición, en la cual el lector es presentado con un
texto que puede leerse de varias maneras. Una opción es la mas «natural»,
seguir el orden de las páginas según su numeración hasta el punto en que se
anuncia, con asteriscos, que el resto del libro está compuesto por
capítulos «prescindibles», los que simplemente no hace falta leer, lo
cual parece extraño, pero no deja de ser una idea novedosa. La otra opción
de lectura es un juego de saltos, precisamente como la rayuela, donde el
autor sugiere un orden distinto, de acuerdo a un manual de instrucciones o
«tablero de dirección», según el cual el libro comienza en el capítulo 73 y
sigue una secuencia que da cuenta del dominio del escritor sobre su texto, el
cual también tiene sentido cuando se sigue la hoja de ruta «alterna». En este
juego de lectura, como en la rayuela, se salta y se cae en todos los cuadros,
excepto en uno, seguramente el capítulo donde ha caído la piedra o tejo
que da sentido al juego mismo. Como muchos autores que hemos leído,
Cortázar cae en temas personales, que elabora sin que necesariamente se entienda
a dónde van. La novela narra una historia de amor de una pareja incompatible
que convive en la ciudad de París. Como otros narradores, Cortázar también
hace que esta ciudad sea a la vez entorno y protagonista de su narración,
en la cual se destaca la pulcritud del lenguaje, además de la posibilidad de
inventar un lenguaje propio, sin que haga falta un diccionario español –
gíglico, aunque en ocasiones los retruécanos parecen excesivos. Incluso en la tabla
de dirección hay «paradas» que simplemente son notas de pie de página,
como las que se esperan en textos académicos más que en las obras de
ficción. Cortázar domina la palabra y presenta un «modelo para armar» en
el que involucra al lector, mucho antes de que se pensara siquiera en que
habría sistemas completos de interacción entre un lector y una lectura. En
palabras de Gabriel García Márquez, Cortázar poseía un «humor peligroso, una
erudición viva, una memoria milimétrica, lo que hizo de él un intelectual de
los grandes». Un juego infantil convertido en una obra maestra de la
literatura.
Nuestra siguiente parada fue
una crónica novelada y bien narrada de los poderes ocultos – y de aquellos no
tan ocultos – que desembocaron en la Segunda Guerra Mundial. Se trata de El
orden del día, de Éric Vuillard. Sin duda, parece más un texto
histórico que una novela, en la que se describen crudamente algunos secretos de
esa guerra. Cuenta cómo los industriales mas poderosos participaron en el
ascenso de Hitler y financiaron su campaña electoral, por supuesto, a cambio de
beneficios como el acceso a mano de obra barata para sus fábricas. Es
impresionante la descripción de la «conciencia colectiva» de quienes se dieron
cuenta de lo que venía y terminó en una ola de suicidios de personas comunes y
corrientes, las mismas a quienes se dirigían los productos cotidianos de
estos empresarios. En medio de esta crudeza, Vuillard mantiene un toque de
humor, al describir episodios como la esperada entrada triunfal de Hitler
a Austria, opacada por las averías de su caravana de lujosos coches y
poderosos tanques. Una interesante manera de presentar la historia.
De allí pasamos a una impecable narración, La lluvia antes de caer, del
escritor inglés Jonathan Coe. La trama comienza con la muerte de Rosamund, y
con una herencia que debe repartirse en tres partes iguales. Dos tercios serán
para una sobrina de la fallecida y su hermano, el otro tercio para una chica
ciega llamada Imogen, de quien sólo quedaba el recuerdo de haberla conocido
vagamente muchos años atrás. En casa de Rosamund aparecen unas cintas de
casete dirigidas a esta tercera heredera, con una nota en la que autoriza a su
sobrina a escuchar las grabaciones si no encuentra a Imogen, su
destinataria original. El hilo conductor es entonces la voz de la fallecida Rosamund. En un
original giro de los acontecimientos, Rosamund describe detalladamente
veinte fotografías que escogió para Imogen. Al dirigir su narración a una
joven invidente, Rosamund hace más que describir unas imágenes: cuenta
la historia de su familia, a la vez que revela secretos poderosos que
encajan como las piezas de un rompecabezas cuyo desenlace resulta
sorprendente. Jonathan Coe asume la voz femenina para construir una
historia de tres generaciones de madres e hijas, una verdadera saga familiar
con ingredientes de misterio y de afecto ambivalente. Una narración intrigante
e impecable.
Cambiamos entonces de tercio
y de continente, con la opera prima de una argentina octogenaria, Aurora
Venturini. Su novela Las primas es, sin
duda, una narración poderosa y original. Su protagonista es Yuna, una
mujer que sufre de un retardo mental limítrofe, pero que muestra mayor
capacidad de introspección que los demás personajes de la historia. Yuna es una
joven de mirada infantil pero muy perceptiva. A medida que cuenta su historia,
Yuna adquiere cada vez mayor dominio y comprensión del lenguaje que usa para
expresarse y para comprender a los demás. Tiene además un talento
especial para las artes plásticas. Sus obras pictóricas y su mirada de las
relaciones personales y familiares hacen sospechar que más que tener una
condición mental desventajosa, ha sido encasillada en una condición de
supuesta discapacidad. De las cuatro primas subnormales, la protagonista
sobresale en medio de una familia disfuncional y rencorosa. El recurso de la
autora de usar la construcción gramatical para demostrar la limitación de
la protagonista para comunicarse es sencillamente genial. Me hizo recordar a
personajes ya leídos, como Mary, narradora y protagonista de El color de la
leche, de Nell Lyshon. La historia es cruda, pero mantiene un tomo de
humor negro que atrapa al lector.
El siguiente libro es
descrito en su contraportada como «un manual de antipsiquiatría para aquellos
que sienten de verdad y que viven con pasión». Setecientos millones de
rinocerontes, de Manuel Vilas, no es nada de eso. Se trata de una
narración ecléctica, en la que un supuesto psicoterapeuta, llamado
Cristóbal Colón (aparentemente, esta es una muestra del elevado sentido
del humor del autor), describe las historias variopintas de algunos de sus
pacientes. A falta de un hilo conductor que pueda darle un sentido de
continuidad a esta obra, el autor se inventa una analogía ingenua,
reiterativa y nada convincente: todos somos rinocerontes, la vida es un
rinoceronte, la condición humana es un cuadrúpedo acorazado unicorne o bicorne.
La metáfora es floja, y no tiene mayor significado, a la vez que puede
significar cualquier cosa, cualquier vida, cualquier tipo de relación. En un
momento dado, después de haber leído hasta el cansancio la referencia a
los «setecientos millones de rinocerontes», que somos todos o ninguno, quise
prometerme que arrojaría el libro al fuego a la siguiente mención de ese
número, también sin fundamento (¿setecientos millones de rinocerontes
resplandecientes?). Un par de páginas después decidí no quemar el libro,
principalmente porque la mayoría de mis lecturas las completo en formato
electrónico en mi tableta, que no merecía esa suerte. Incinerarla habría
sido un desperdicio, ¿un rinoceronte? Confieso que escogí y propuse esta
lectura con base en la descripción engañosa
de la contraportada, y en
el hecho de que este extraño mamífero me resulta especialmente fascinante.
Sospecho que es el mismo Vilas quien escribe la reseña que dice «Manuel Vilas retrata en este libro la excepcionalidad de la mente
del hombre moderno y transmite, con acrobacias imposibles, plenas de fantasía,
que la elección más sugerente siempre es el trastorno.» Baso mi suposición en el frecuente uso de parte del autor
del recurso de automencionarse con cambios ingenuos en su nombre. Aunque
para algunos esta puede ser una muestra de cómo Vilas «hace gala de su
humor del absurdo», para mí resultó una muestra de excesivo narcisismo. Rescato
el hecho de que algunas historias tienen giros interesantes y descripciones
bien logradas y con pulcritud en el uso del idioma, y otros relatos usan
personajes de la historia del rock, por ejemplo, con buenos resultados.
Pero también desembocan en ese lugar común, un animal magnífico, que aparece de
la nada, como una explicación traída de los cabellos para un fenómeno
cualquiera, para todos los setecientos millones de cosas resplandecientes que a
uno se le ocurran.
Seguimos con La intrusa, de Éric Faye. Una muy
interesante historia de una huésped inesperada en casa de un hombre solitario.
El autor francés logra describir muy bien el estoicismo japonés y la soledad de
los personajes. Se supone que la historia se basa en un hecho real, en el
que un hombre descubre que hay una intrusa que vive en un armario en su
casa. En el relato, el dueño de casa confirma que ella lleva un año
viviendo allí, pero solo la descubre cuando comienza a notar pequeños
detalles que le sugieren su presencia. Además de las dos narraciones que
se hacen desde el punto de vista de cada uno de los dos implicados, hay
momentos en que aparece un tercer narrador, omnisciente, para enmarcar el
contexto. Este recurso literario funciona bien para Faye, la trama fluye
sin que estos narradores interfieran con la historia. Es curioso que el
título original de la obra, Nagasaki, que no permite inferir nada acerca
de la obra, haya sido traducido al español como La Intrusa, un
título que revela parte de esta historia. La novela es breve e ingeniosa, y la
relación entre los dos personajes es también breve, pero intensa, a pesar de
que en realidad no llegan a compartir sus vidas, sino un espacio común. Hay
aspectos que quedan en la intriga: el intervalo de ocho años que corresponde a
la diferencia de edad entre ellos dos y al tiempo que para ella fue
importante esa misma casa cuando era niña; cuánto de esta intrusión fue un plan
premeditado, o si ambos podrían finalmente reencontrarse.
Cerramos este año, y este
ciclo de una década de tertulias, con una novela que también ha sido
considerada icónica para la literatura moderna, Cien años de
soledad, de Gabriel García Márquez. Trata de la épica narración de la familia Buendía a través de
todas sus generaciones, hasta el fin de la estirpe. Enmarcada en el
contexto del llamado realismo mágico, y citada como uno de sus mejores
ejemplos, la narración es, sin duda, muy interesante, llena de
descripciones adjetivadas que en ocasiones parecen exageradas. En medio de
estas descripciones, se entrelazan aspectos de la violenta realidad nacional,
así como aventuras y situaciones inverosímiles, magias, hechizos, apariciones
fantasmales, historias de gitanos o, simplemente, hechos cotidianos pero
sorprendentes, como pudo serlo la primera visión de un bloque de hielo en
ese pueblo recóndito, Macondo, cuyo nombre se ha usado como adjetivo que puede
ser sinónimo de lo inverosímil y lo fantástico. En palabras de Julio
Cortázar, «Hacía mucho tiempo que no encontraba una prosa tan viva, tan
fabulosamente inventiva.» Como hemos descubierto en tantas otras novelas,
puede ser difícil seguir el hilo de los saltos en el tiempo
que caracterizan a este
relato. El autor escoge las palabras y los rumbos que quiere, así, cada
novela es una expresión personal, y cada narración puede ser entendida o
no por sus interlocutores. Para algunos, el realismo mágico es de una
dificultad insostenible, pero para otros, es un juego divertidísimo. Para el
crítico literario chileno Hernán Díaz Arrieta, la frase con que comienza la
novela de García Márquez «junta en una misma frase un pretérito desconocido,
después de un presente incógnito y frente a un futuro que mas tarde se
recordará.» Se acerca el
final de esta reseña, pero sin que haya ningún asomo de nostalgia. Como en mis
otros intentos de relatoría, sé que habrá muchas otras páginas para leer
juntos. En nuestro grupo de amigos lectores, en cada nueva reunión encontraremos
nuevos mundos e iniciaremos nuevos viajes. Algunos más tendrán que irse,
otros llegarán, y otros más regresarán a este club de puertas –y hojas–
abiertas. Esta certeza es la que nos ha sostenido todo este tiempo, y la que
nos servirá de sustento para enfrentarnos con pasión a los nuevos rumbos
literarios que nos esperan.
P.S.: Recopilé las
reseñas de estos diez años en un documento con el que pretendo rendir
homenaje a la amistad a través de las letras:
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