viernes, 25 de septiembre de 2015
Superluna roja eclipsada del 27 de septiembre de 2015
No es difícil encontrar la luna llena
en una noche cualquiera. Como su órbita alrededor de nuestro planeta no es
perfectamente circular, hay momentos en que la luna se acerca un poco más a
nosotros. En su recorrido, el punto más cercano entre la luna y la tierra se
llama perigeo, el más distante es el apogeo.
Este fin de semana, la luna
alcanza el perigeo, por lo cual puede verse un poco más grande que de
costumbre. Es común que a la luna llena en el perigeo se le conozca como
"superluna", aunque el 5% a 10% de diferencia en su tamaño no sea fácil de detectar
o especialmente notorio a simple vista. Sin embargo, definitivamente son las
condiciones más propicias para observar la luna.
Este fin de semana se presenta otro
fenómeno sideral, y el hecho de que coincida con el perigeo hace que el espectáculo sea especialmente interesante. Ese fenómeno es un eclipse
total de luna. Sucede cuando la tierra se superpone entre la órbita de la luna
y la del sol. El hecho de que estas órbitas no se encuentren exactamente
en el mismo plano, hace que los eclipses lunares no sucedan más frecuentemente.
Un eclipse de superluna es mucho más raro, el próximo puede tardar unos treinta
años en aparecer.
El tamaño de la fuente de luz (el sol) es
mucho mayor que el objeto (la tierra) cuya sombra se va a proyectar sobre la
luna. Por ello, la sombra tiene una zona central mucho más oscura, llamada
umbra, y un anillo periférico muy tenue,
la penumbra. En la primera hora del eclipse, es posible que no se note
que la luna disminuye su brillo cuando es ocultada por la penumbra.
El universo
es muy puntual: exactamente a las 21 horas, 11 minutos y 12 segundos del
domingo 27 de septiembre de 2015, la sombra central hará contacto con uno de los bordes del disco lunar. Si las
condiciones lo permiten, esa sombra se verá como un “mordisco” muy pequeño que
irá creciendo, hasta absorber completamente al disco lunar. Algunos supondrán
que en el punto máximo del eclipse, a las 21:47:09, la luna desaparecerá por
completo, pero esto no sucede, debido a que tenemos atmósfera. Los rayos del
extremo más azul de la luz solar son absorbidos por nuestra atmósfera, y quedan
los rayos del extremo rojo, por lo cual la luna, una vez quede completamente
cubierta por la umbra, se tornará de un color cobrizo. Diversas condiciones
atmosféricas, como la presencia de polvo volcánico, hacen que cada eclipse
lunar pueda tener un color ligeramente diferente, dentro de ese espectro
rojizo.
La luna estará oculta tras la umbra
hasta las 22:23:05, cuando volverá a aparecer el “mordisco”, en otro de los
bordes de la luna, para ir revelando la luna en forma progresiva, hasta que
vuelva a quedar en la penumbra, entre las 23:27:05 y los 22 minutos y 31
segundos del lunes 28 de septiembre, cuando el espectáculo celeste habrá
terminado.
Salga un poco antes del inicio de la
ocultación tras la umbra (el eclipse parcial, en la penumbra, comienza en Bogotá a las
20:07:13. Consulte en la red los horarios para su ciudad, puede verse desde casi cualquier lugar del continente americano). No requiere equipo ni protección especial para sus ojos para gozar
del espectáculo, pero un par de buenos binoculares pueden ayudar.
En estos
días, en Bogotá, la luna estará casi en su cenit. Es decir, sólo hace falta
mirar directamente hacia arriba para encontrarla. Si su columna se lo impide, recuéstese en
el suelo, sobre una cobija o en una silla playera, aunque este modelo de silla
no es fácil de encontrar en Bogotá.
Abríguese bien, el frío puede causar
estragos en su salud. Muchos observadores novatos recuerdan usar capas, como
una camiseta, camisa, saco y chaqueta, pero se olvidan de proteger sus piernas.
La importante superficie de los muslos y piernas puede llevarlo a una
hipotermia, si no toma la precaución de cubrirlas. Aunque la tierra viaja
alrededor del sol a unos cien mil kilómetros por hora, un eclipse lunar da
tiempo, y uno puede descansar del frío y refugiarse por momentos si la
temperatura baja demasiado. Abróchese el cinturón para este viaje por el
espacio. Es gratis, una buena compañía
puede ser la a excusa perfecta para “calentarse” con una copa…
domingo, 13 de septiembre de 2015
Otro año de lecturas
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El año pasado terminamos
con la lectura de otra biografía imaginada de Bernhard. Este nuevo ciclo
comenzó con La pequeña ciudad donde el
tiempo se detuvo del genio de Bohumil Hrabal, oriundo de una nación que
cambió de nombre y sufrió los estragos de las guerras mundiales. Aunque nació
en una ciudad de Moravia, su país cambió durante su niñez a ser Checoslovaquia,
que luego se convirtió en la república Checa. Como en otras de sus novelas, el
conflicto, que estuvo siempre presente en su vida, está también en esta obra, que es narrada
desde el punto de vista de un niño, quizá el mismo autor, que presencia el paso
del tiempo en una ciudad donde éste parece no pasar. Según Hrabal: “Allí donde fallo yo como hombre, fallan también mis personajes
literarios. Por otro lado, ellos sienten orgullo por las mismas cosas que yo,
es decir, por los pormenores cotidianos de la vida.”
Pero Hrabal no falla.
Describe personajes que parecen irreales, en medio de la invasión nazi, que
hace parte de la cotidianidad. Con humor, y con el punto de vista inocente y
sincero del narrador, una voz infantil describe ese tiempo que cambia las
cosas, así como cambió al país del escritor, sin necesidad de moverse, casi
como si el tiempo no surtiera efecto sobre sus personajes, su ciudad y sus
problemas.
Seguimos
con una novela de misterio, que se desarrolla alrededor de una historia de
amor, La sombra del viento, de Carlos
Ruiz Zafón. Tiene personajes pintorescos, muy bien descritos, que narran el
transcurrir de la vida de unos adolescentes hasta que llegan a la adultez, en
medio de una trama llena de sorpresas y de secretos revelados, con
intrigas que se mantienen a lo largo del
relato. Es también una historia del apasionamiento por la lectura y de los
secretos encontrados en los libros, que es paralela a la historia de vida de unos
muchachos que crecen en una Barcelona impregnada por el conflicto civil. Este
relato es el primero de una saga de novelas que en conjunto hacen parte de El
Cementerio de los Libros Olvidados. La historia comienza con el niño que
encuentra un libro que lo atrapa, precisamente “La Sombra del Viento”, y se
entrelaza con la del autor de esa obra. El tejido de los dos relatos resulta
convincente, lleno de sorpresas y con muy detalladas descripciones de los
personajes de las dos historias.
Una novela en la que el
gusto por la lectura hace parte imprescindible de la narración: “Me crié entre libros, haciendo amigos
invisibles en páginas que se deshacían en polvo y cuyo olor aún conservo en las
manos”. La manera de incluir historias dentro de las historias se ha comparado
con las matrioskas o mamushkas, esas muñecas
rusas que se guardan una dentro de la otra.
De Patrick Modiano, recientemente galardonado con el premio Nobel
de literatura, seguimos con La calle de
las tiendas oscuras. Otra novela de tinte misterioso, esta vez por un
personaje que ha perdido la memoria de su origen y que emprende un viaje en
busca de su propia historia. “Un amnésico que se hace pasar por
detective privado inicia la investigación más importante de su vida: averiguar
quién es.” Es la pesquisa de una identidad perdida,
emprendida por un personaje cuya frágil memoria
lo hace el peor candidato para reconstruirla. Algunos de sus recuerdos parecen
ajenos, ya que él no se identifica en las imágenes que guarda en su memoria,
algunas de las cuales son prestadas, obtenidas de fotografías o de momentos
escuchados o vividos por otros. Un relato
que puede confundir con los fragmentos que el mismo protagonista no logra
descifrar y que lleva al lector a participar del enigma para ayudar al
personaje principal a encontrarse a sí mismo.
La siguiente lectura
resultó decepcionante. Regresos, de
Luis Fayad, es el relato de un antropólogo que regresa al país luego de varios
años de exilio académico, y se encuentra con que las promesas de trabajo resultan
ser obstáculos que debe tratar de superar para mantener su cargo. El desarrollo
de sus personajes es pobre, y el protagonista es pusilánime, incapaz de
resolver su situación de vida o de encontrar respuestas para salir del
laberinto burocrático. Una historia que parecía tener futuro en las primeras páginas
resulta aburridora y lleva a detestar al protagonista de un relato sin mayores
sorpresas y con un desenlace igual al personaje, conformista y banal. Quizá sea
una obra autobiográfica, en cuanto que el autor había franquista, con personajes e la españa de historiastoria y a
encontrar un punto comcontinuar hasta el final para resolver lo smiaaadejado
de producir, en una historia que podría asimilarse a la de la ausencia del personaje,
quien al final tampoco es capaz de obtener el resultado esperado. Otra vez
vuelve a ser claro que la industria literaria puede caer en la trampa del
mercadeo, sin que parezca importarle conseguir elogios, quizá autofinanciados,
para que un lector desprevenido quiera comprar algo que realmente no vale la
pena. En ese caso, prefiero que la contraportada contenga una somera
descripción de la trama, que una sarta de elogios sin fundamento, excepto el de
un interés comercial.
De regreso a la
península ibérica, con una escritora de Bilbao, Marian Izaguirre, con La vida cuando era nuestra. De nuevo,
varias historias entrelazadas, la de la amistad de dos mujeres, y la historia
de cada una, así como la historia que es el libro que ambas leen juntas. Otra narración
tejida a partir de la fascinación por los libros, también atravesada por el
conflicto, en este caso el de la guerra civil española. Tiene ingredientes de
suspenso y de sorpresa, con un relato efectivo que lleva a continuar hasta el
final para resolver los misterios de cada historia y a resolver el presente y
el pasado de cada una y a encontrar un punto común, con un buen desenlace.
Enmarcada en el contexto de la España franquista, con personajes que están en
contra del régimen y que han sufrido y han tenido que esconderse por sus
convicciones. Un libro dentro de un libro, con personajes bien
caracterizados que requieren de por lo
menos dos narradores y dos tiempos, con un tercer tiempo donde confluyen las tres
-¿o dos? historias paralelas. Otro homenaje a la lectura, que a la vez es un
homenaje a la amistad.
Las partículas elementales, de Michel Houellebecq,
se constituye en una fuerte crítica a quienes se creyeron protagonistas de la
revolución política, literaria y vital del 68. Se basa en dos hermanastros que
comparten el abandono de su madre, quien prefirió una comuna hippie a su
crianza, pero que terminan en áreas disímiles. Uno es un científico renombrado,
que sufre una crisis vital, el otro es un “virtuoso del resentimiento”, un
profesor de literatura obsesionado por el sexo y la pornografía. Aunque parecen
distantes, los hermanastros tienen mucho en común. Houellebecq tiene un humor
negro y hace sus críticas con sarcasmo.
Describe detalladamente la búsqueda de cada hermano por una vida mejor,
en medio de sus crisis ideológicas. Trata con cinismo temas conflictivos como
las relaciones entre hombres y mujeres, la religión, el sexo, la felicidad, el
bien y el mal. Su relato transcurre por todos los tiempos, desde el pasado
hasta el futuro, donde los hombres, casi como consecuencia de los aportes del
biólogo, se convierten en una raza superior, feliz, que ha llevado a algunos
críticos a comparar este relato con el de Aldous Huxley.
¿Quién mató a Cristián Kustermann?, de Roberto Ampuero, es
otro
relato que parecía
prometedor al principio, dado el misterio de un asesinato que el padre de la
víctima pretende esclarecer para resarcir el nombre de su hijo, pero acudiendo
a un detective que parece debutar en esta novela, para seguir siendo
protagonista en otras obras de Ampuero, obras que, la verdad, no dan muchas
ganas de conocer después de ésta. Tiene suspenso e intriga, el detective es un
personaje interesante, y la novela tiene unos apartes que sorprenden y atrapan,
pero que al final, cuando se trata de resolver un enredado conflicto que
incluye increíbles conexiones internacionales, la solución parece poco
convincente, casi como si la trama no hubiera sido resuelta por las capacidades
deductivas del detective, sino como por arte de magia.
De un relato simple y
poco convincente, pasamos a la erudición de Umberto Eco, con su novela Número cero. En lugar de una trama
gótica, escoge un escenario moderno, dentro del mundo periodístico. Un proyecto
que parece inverosímil, un periódico que no sirve para ser publicado sino para
chantajear a los grupos de poder, pero que es dirigido según la ética del
propietario, amoldada a sus preferencias y necesidades. Para este singular
periódico, son reclutados los personajes de esta historia, cada uno con grandes
capacidades, que sirven para el propósito de construir noticias con intenciones
perversas. ¿Fue un doble realmente quien fue linchado en lugar de Mussolini?
¿Son realmente teorías las conspiraciones, o son historias creadas para que el
público suponga que son invenciones?
Con una incisiva crítica
política y con una muestra de cómo la historia puede ser manipulada, los
personajes de este periódico se enredan en una trama de suspenso y persecución,
donde hay muertes y paranoias que parecen un reflejo convincente de lo que
sucede en los círculos de poder.
El ciclo se cierra con Tríptico de la infamia, de Pablo
Montoya, obra con la cual el colombiano ha sido galardonado con el premio
Rómulo Gallegos. Es un homenaje al arte, que en algún momento recuerda obras
que son hitos del arte pictórico flamenco, pero que realmente se centra en tres artistas que
relatan en sus obras los horrores cometidos en nombre de la religión en el
siglo XVI, tanto en Europa como en la recién descubierta América. Una narración
de tinte histórico, con tres narradores distintos, cada uno correspondiente a
uno de los artistas que plasmó la muerte y la masacre en sus obras. El cuarto
narrador es el mismo autor, que en momentos se inmiscuye en el relato y se nos
presenta como un personaje que logra meterse tanto en su investigación de esta
faceta macabra del arte, que llega al punto de ver y seguir uno de estos
artistas por las calles de una ciudad alemana, a pesar de los siglos que los
separan.
El primer pintor es
Jacques Le Moyne, quien viaja a América y es conmovido por el arte indígena, y sufre
en carne propia las heridas de una guerra de conquista en la que los
conquistadores terminan combatiendo entre ellos, hasta que logra escapar, con
una pequeña muestra de sus obras, para volver a Europa. El segundo pintor es
François Dubois, quien dedica su talento a una obra que revela los
desgarradores detalles de la masacre de San Bartolomé, por la persecución de
los protestantes de parte de los fanáticos católicos, ocurrida en París en
1572. El último artista de este tríptico es el grabador Théodore de Bry, quien
conoce y copia la obra de Le Moyne y es profundamente afectado al conocer la
pintura de Dubois. Aunque De Bry nunca viaja a América, se inspira en la Brevísima relación de la destrucción de
Indias, de Fray Bartolomé de Las Casas, para ilustrar la infamia de la conquista
española. Sus grabados muestran los detalles de las torturas y matanzas de los
españoles católicos, que él nunca vió. Un relato intenso y conmovedor, tanto
por los sentimientos que inspira hacia el arte, como por la detallada
descripción de las obras que los tres artistas elaboran como crítica a los
tiempos de horror. El tríptico es una crítica a los poderes religioso y
político cuyos intereses llevaron al genocidio de millones de nativos,
pobladores originales de este continente. Una obra especialmente fascinante
para quienes gusten del arte y de la historia. Una muestra de una profunda
investigación acerca de las vidas de estos tres personajes, que tienen en común
su protestantismo y que confluyen en la obra del tercero de ellos. Una novela
histórica muy bien fundamentada y descrita con gran elocuencia.
jueves, 30 de abril de 2015
Elegía para mi padre, Arturo Morillo Quiñones. 1925-2015
Bogotá, 30 de abril de 2015.
Buenos días.
Las personas que acudieron hoy conocieron a mi papá, o, sin conocerlo,
han querido acompañarnos, a mi mamá, a mí o a mis hermanos, como una muestra
más de ese afecto que hemos recibido de todos ustedes y de muchas otras
personas que se han manifestado como lo hacemos hoy en día, por teléfono, con mensajes
de texto y por las redes sociales. En nombre mío y en el de mi familia, agradezco todas
esas muestras de cariño y solidaridad. Muchos de ustedes saben que papá cumplía
hoy 90 años; el que faltaran un par de días para este aniversario es quizá uno
de los únicos retos que no cumplió en su vida.
Mi papá nació en Cereté, un diminuto pueblo del departamento de Córdoba, lugar del que siempre se sintió
orgulloso, y con el cual siempre mantuvo vínculos, como lo demuestran los
amigos cordobeses que hoy nos acompañan. Puede que Cereté sea un municipio
pequeño, pero no tanto como para que no aparezca en Wikipedia, donde, además de
aludir a la importancia del cultivo del algodón, se nos recuerda que en esta
tierra han nacido reconocidos médicos, además de músicos y poetas.
Dice Wikipedia:
Dice Wikipedia:
Cereté, conocida como
“La Capital del Oro Blanco”, y más recientemente como el “Cerebro
del Sinú”, recoge un gran número de expresiones
culturales que identifican al costeño colombiano; desde su
manera particular de expresarse, la informalidad en el trato
y espontánea manera de ser, que se convierten en una
riqueza casi pictórica del cereteano.
Mucho antes de que mi padre recibiera el reconocimiento como Cordobés Ilustre de parte de la gobernación de ese departamento, había
manifestado su orgullo de haber nacido en esa región del país. Su origen
humilde no fue impedimento para que pudiera tener una exitosa carrera ni para
alcanzar todos los logros personales y profesionales por los que ha sido
reconocido. Logros que, sin duda, no habría alcanzado sin el apoyo permanente
de mamá.
Su larga carrera académica está mayormente identificada con la Facultad
de Medicina de la Pontificia Universidad Javeriana, mi alma máter, la de mis
dos hermanos mayores y la de muchos de quienes hoy nos acompañan. Después de
haber sido profesor y director del Departamento de Ciencias Fisiológicas,
alcanzó la máxima posición en la Facultad, la de Decano. En cada uno de esos
pasos dejó huellas profundas e indelebles.
Recuerdo que hace muchos años, quizá en mi adolescencia tardía, mi padre
me presentó una frase que no era suya, pero que quedó impresa en mi memoria:
“siempre hay lugar en la cima”. Esa fue una de las lecciones vitales que nos
impartió: la de que siempre es posible alcanzar lo que se quiere, lección que
podemos llamar Perseverancia. En lo que se refiere a sus enseñanzas, papá y
mamá tuvieron una misma voz. Ambos nos enseñaron lo mismo, y nos lo enseñaron
bien. Sesenta y cinco años de matrimonio fueron, en sí mismos, una lección de
vida para nosotros, sus hijos.
Papá siempre tuvo gran interés en la práctica de la medicina con los más
altos estándares, de manera ética, y basada en los principios de la lógica. Esa
fue la semilla que sembró en sus tres hijos mayores, que decidimos intentar
seguir sus pasos al formarnos como médicos. Quizá por su formación en la
ciencia de la experimentación, inculcó a sus alumnos la importancia y la
necesidad de cuestionarse siempre, y de buscar la mejor evidencia (mucho antes
de que se llamara así) para sustentar sus decisiones. De esa semilla surgieron
seminarios y de esos seminarios surgió el fruto del interés por la
investigación, que fue el punto de partida para el desarrollo de la
epidemiología clínica en el Hospital Universitario de San Ignacio, con los
alcances y el reconocimiento que esta disciplina tiene hoy en la Facultad de
Medicina. Papá también alcanzó el más
alto punto en su interés por la investigación clínica cuando dirigió la red
internacional de epidemiología clínica, INCLEN. A su regreso, la Universidad
Javeriana lo acogió de nuevo y lo encargó, desde la Vicerrectoría
Académica, de la Oficina de
Investigaciones de la Universidad, donde también contribuyó al fortalecimiento de
esta disciplina en las diferentes facultades.
Por su larga carrera en la academia, la cantidad de los que fueron sus
alumnos es enorme. Muchos lo recuerdan por su mirada intensa y severa, de ojos
agigantados por sus lentes, que además de respeto, infundía cierto temor. A esa
forma de observar, intensa y profunda, la conocíamos en casa como “la mirada 33”.
Algunos de sus hijos heredamos su mirada, aunque estoy seguro que no alcanza a
tener los mismos efectos que la mirada de papá. No hacía falta que se retirara
las gafas para reconocer en él a una persona estricta, pero justa, capaz de identificar
en los demás una oportunidad de crecimiento mutuo. Eso lo saben muchos de sus
más cercanos alumnos, quienes lo consideran como su profesor, su maestro, su
mentor. En el currículo Morillo, a esa
lección la podemos llamar Ecuanimidad. Otra cátedra que dictó en casa, en conjunto
con mi mamá.
Por su raza, motivo de orgullo para él y para nosotros, vivió en carne
propia la discriminación, especialmente en los años sesenta, cuando completaba
su formación en los Estados Unidos, en una época especialmente convulsionada y
con grandes desigualdades sociales. Antes de su formación en el extranjero,
vivió una época del país en la que la posición política podía interferir con el
desarrollo personal. Sus ideas y convicciones liberales, como las de mamá, estuvieron
siempre presentes, incluso si ellas significaban un obstáculo para ejercer su
profesión. De ahí su interés en el respeto por los demás y por sus opiniones, y
su certeza de que el bien común, la justicia y el progreso personal e
institucional fueran su convicción. En esa línea se encontraba su idea de la
importancia de ser capaz de expresarse libremente, y el derecho de todos a
presentar sus ideas de manera coherente y respetuosa, aún si éstas fueran
opuestas a las de los demás. El derecho a la expresión fue otra de sus
lecciones vitales.
“El que sólo medicina sabe, ni medicina sabe”. Otra de esas frases que oí
por vez primera de mi padre, y que resumía su interés por el desarrollo
personal a través de las diversas manifestaciones culturales. La literatura y
la música siempre estuvieron presentes en casa, y de él aprendimos además que
es posible cruzar todas las fronteras si se deja un espacio para abrir nuestras
mentes a través de la lectura.
El buen humor de papá era legendario. Nada mejor que oírlo narrar sus
historias, interrumpidas por sus propios espasmos de risa, o sus anécdotas
fantásticas de esa realidad que para muchos parecía macondiana, pero que él
vivió como experiencias cotidianas, como su trabajo en el Asilo de Locas, sus
brigadas de salud por el río Sinú, los recuerdos de su infancia y los de sus
viajes por el mundo. Todos sus alumnos recuerdan la clase de neurofisiología en
la que él hablaba apasionadamente de su fascinación por ese espacio
microscópico que existe entre las neuronas y que permite la transmisión de
impulsos eléctricos gracias al paso de sustancias químicas entre una neurona y
la siguiente, y de cómo su fascinación era tal que quiso darle a su hija el
nombre de ese espacio: Sinapsis. Según él, ante la oposición de mi mamá, tuvo
que contentarse con bautizarla con un nombre que comenzara con la misma letra
del alfabeto: Sonia. Aunque parecía otro de sus cuentos inverosímiles, papá pudo comenzar
su formación como neurofisiólogo en los Institutos Nacionales de Salud en Bethesda, EE.UU., debido a una
coincidencia fatal: se abrió un cupo cuando un estudiante japonés se ahogó en
el río Potomac. Ese accidente permitió el viaje de papá, mamá, Luis y Carlos a
la capital estadounidense, y explica que yo naciera allí.
Una noche, mi papá me enseñó algunos de los nombres de las estrellas que
se veían en el cielo bogotano, que él había aprendido por tradición oral, de
sus amigos y familiares pescadores. De ahí surgió mi afición por la astronomía
y sus dimensiones magníficas. Papá también me introdujo a mi afición por el
arte, y sé que mis hermanos terminamos con ese gusto por su influencia. Quienes
conocen los bordados de mamá saben que no exagero al decir que en casa siempre
estuvimos expuestos a la sensibilidad por el arte.
Todos sus hijos somos aficionados a la música en sus diferentes
manifestaciones, desde los gaiteros de San Jacinto a los cuartetos de
Beethoven, pasando por el amplio espectro del Jazz. En sus viajes, nos
sorprendía con sus regalos de discos de vinilo de nuestros grupos de rock
progresivo británico favoritos, que él había aprendido a reconocer y
disfrutar. Algunos de sus hijos también
terminamos siendo muy buenos fotógrafos, gracias a sus lecciones prácticas sobre
el uso de los lentes y la exposición fotográfica. Muchos años después de esas
primeras “salidas de campo” en las que mi padre me enseñaba trucos
fotográficos, supe que él había tenido lecciones similares de uno de los
grandes de la fotografía en Colombia, que resultó ser su vecino en uno de sus
primeros consultorios en el centro de la ciudad, nada menos que Leo Matiz. Nunca olvidaré las sesiones en el
cuarto oscuro que teníamos en casa, ni la primera vez que vi la magia de la
aparición de una imagen en una hoja sumergida en la bandeja de revelado. Mi
afición por la fotografía influyó definitivamente en mi escogencia de la
especialidad que es hoy mi forma de vida, la radiología.
Arturo Morillo deja un legado de sabiduría para la medicina del país,
para las neurociencias y para la formación médica y el pensamiento científico.
Su legado es también el de un hombre de bien, esposo, padre, amigo y ciudadano
ejemplar, cuya memoria perdurará en las generaciones que fuimos tocados por él.
Mi padre también me dió el interés que tengo por las palabras. Los
diccionarios en casa eran para mí libros mágicos, que contenían los más
maravillosos secretos acerca de nuestra más elegante forma de comunicación. En
un cumpleaños, papá me regaló una vez un libro sobre etimología, que ocupa un
lugar muy especial en mi extensa colección de diccionarios y libros de
lingüística. En su dedicatoria, escribió: “Para Anibacho, mi hijo de más
vocabulario y menos palabras y quizá más sabiduría.”
Hoy no encuentro todas las palabras que quisiera decir, y que podría
resumir en dos:
Gracias, papá.
lunes, 16 de marzo de 2015
versus
Hasta hace
poco, el vocablo versus no se
encontraba en el diccionario de la Real Academia Española. Y es que, para
sorpresa de muchos, el término original en latín (adversus) significó siempre hacia,
nunca contra. Al parecer, ingresó al
idioma inglés medieval, adaptado equivocadamente al significado de contra.
Por calco
directo de tan influyente idioma, su uso se popularizó en español, inicialmente
en encuentros deportivos y también con la abreviatura a usanza del inglés, vs.
No sorprende
que su uso erróneo se haya extendido al lenguaje científico, y, por supuesto,
al lenguaje médico. En su divertido libro “Las 101 embarradas del español”,
María Irazusta lo describe como un “anglicismo disfrazado de latinismo”. El
encontrarlo en construcciones gramaticales como “neumonía vs. tumor”, indica
que , además de su ignorancia en la etimología del latinajo, el médico puede
estar un poco perdido en su aproximación diagnóstica.
Para
beneplácito de quienes lo han usado rutinariamente en vez de las opciones en
español como “o”, “frente a”, o el mismo “contra”, la vigésima tercera edición
del DRAE lo incluye, cediendo al uso (en este caso al mal uso). A mí siempre me
ha parecido innecesario. A pesar de su registro “oficial”, y del aparente
triunfo de versus vs. RAE, yo seguiré
evitándolo en mis informes.
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